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DAVID COPPERFIELD.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas con acento hosco, y el gesto que hizo aquel hombre hubiese sentado mejor á un carnicero o á un ta- bernero furioso que no á un lechero.

La pobre criada asustada no sabia qué decir; entonces el lechero, haciéndole una caricia, aña- dió :

- ¿Os gusta la leche, querida mia ?

- Si, respondió ella.

- Pues bien, mañana os quedareis sin una sola gota.

Afortunadamente la criada era de una edad en que las amenazas que deben realizarse al dia si- guiente no asustan demasiado, y se tranquilizó al ver que el lechero destapaba el cántaro y le despa- chaba la dosis de todos los demas dias.

En seguida se dirigió á la casa de al lado á pre- gonar su mercancia con un tono de venganza.

- ¿ Vive aqui Mr. Traddles? pregunté yo en- tonces.

Una voz misteriosa me respondió desde el fondo de un pasillo :

- Si.

Igual respuesta recibi de la criada.

- ¿Está en casa?

Nueva respuesta afirmativa de la voz misteriosa, repetida por la criada como por un eco; la mu- chacha añadió :

- Podeis subir.

Subi, pues, no sin que me espiase un ojo miste- rioso que probablemente pertenecia á la misterio- sa voz.

Traddles salió á reeibirme al corredor de la es- calera; quedó encantado al verme, y me introdujo cordialmente en su cuarto, que eaia à la parte de- lantera de la casa, y cra muy limpio, aunque mo- desto.

Traddles no tenia mas que aquella pieza ; su sofi era un sofá-cama; en una mesita veianse en- tre sus libros y detrás de un diccionario los cepillos de las botas. Una porcion de papcles cubrian la mesa, y á juzgar por las apariencias se veia que al reconocer mi voz, Traddles habia interrumpido su trabajo.

Sin ser demasiado curioso abarqué de un vistazo todo el mueblaje, incluso el croquis de un campa- nario que habia encima de la mesa.

Todos los ingeniosos artificios de Traddles para disfrazar los mucbles que poseia y figurar los que ho tenia me trajeron á la memoria aquel Traddles que en nuestro colegio fabricaba con papel caver- nas de elefantes para guardar moscas, consolán- dose de sus desgracias escolásticas con aquellos inocentes pasatiempos.

En un rincon habia una cosa cubierta con una servilleta blanca; no pude adivinar lo que era.

- Copperfield, no podeis saber el gusto que tengo en veros, dijo mi antiguo condiscipulo, y como cstaba seguro de que os alegrariais renovar antiguas amistades, os he dado las señas de mi casa en vez de las de mi despacho.

- ¡Ah! ¿ teneis un despacho? le pregunté.

- ¡Pues ya lo ereo! replicó; la cuarta parte de un cuarto y de un pasillo y la cuarta parte de un empleado[1], pues que entre cuatro le pagamos y entre cuatro tenemos un cstudio para aparentar una clientela. Mi parte me cuesta media eorona por semana.

La cảndida sencillez de Traddles, su buen carác- ter y algo de su mala suerte antigua hallábanse en la sonrisa con que acompañó aquella explicacion.

- No creais que no doy las señas de esta casa por vanidad, mi querido Copperfield, sino por no tener seguridad que aquellos á quienes se las dé quieran venir hasta aqui. En cuanto á mí, atra- vieso mi camino en el mundo á través de los obs- táculos de mi destino, y seria ridículo si quisiera disimular.

- Segun me ha dicho Mr. Waterbrook sois pa- sante de abogado.

- Asi es, respondió Traddles restregándose las manos : hasta hace poco no he podido pagar mi inscripcion; tratábase de cien libras esterlinas, y no es una cantidad tan pequeña, exclamó ha- ciendo un gesto como si le hubiesen arrancado un diente.

- ¿Sabeis en lo que pienso al miraros, le dije, mi querido Traddles?

- No.

- En aquel frac azul celeste que llevabais en el colegio.

- Lo recuerdo, exclamó Traddles riendo, aquel frac que tenia unas mangas tan estrechas. Ah! ¡felices tiempos aquellos!

- Tiempos que hubieran podido ser un poco mas felices si el dircctor del colegio no nos hubiese zurrado tanto.

  1. La palabra inglesa es Chambers; los aspirantes de abogados tienen un despacho en una Inns of court.