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DAVID COPPERFIELD.

del recuerdo de Dora; mi melancolía amorosa me quitaha el apetito. IHasta me complacia en ello, creyendo que cometia un acto de traicion hácia Dora teniendo ganas de comer.

Los paseos que daba no producian, respecto á este particular, la consecuencia natural del ejerci- cio, el cansancio que proviene del aire libre; ade- mas, no sabia si el estómago puede ejercer libre- mente sus fumciones, cuando los piés sufren la tortura de un calzado estrecho : debe existir eierta simpatia entre este órgano y nuestras extremi- dades.

Para obsequiar á mis convidados me guardé bien de renovar los gastos que hice para recibir á Steerforth y sus amigos de Oxford. Encargué dos hermosos lenguados, una pierna de carnero y un pastel de pichones. Reduje en proporcion los vinos, pero me procuré todo lo necesario para que mis- tress Micawber hiciese un ponche, y, habiendo puesto yo mismo los cubiertos, pues suprimi el criado de la otra vez, esperé que llegasen mis con- vidados.

No diré que todo fuese excelente y se hallase servido á punto, pero no por eso comimos me- nos alegremente, y el ponche nos inspiró las ocurrencias mas divertidas, cuando de pronto vi que llegaba Littimer con el sombrero en la mano:

- Dispensadme, señorito; me han mandado ve- nir aqui; ¿está mi amo?

- No.

- ¿No le habeis visto?

- No; ¿dónde le habeis dejado? ¿En Oxford?

- Perdonad, señorito, dijo eludiendo una res- puesta directa; pero si hoy o está aquí, sin duda vendrá mañana; puede ser que me haya equivo- cado.

Y se retiró respetuosamente.

- Littimer! le dije.

- ¿ Señorito?

- Habeis permanccido mucho tiempo en Yar- mouth despues de nuestra salida?

- No, precisamente.

- ¿ Habeis visto el barco, despues de com- puesto ?

- Si, señor, me quedé expresamente para eso. Quedad con Dios, señorito.

Saludó al mismo tiempo que á mi á todos mis convidados y se fué.

Así que salió no fui yo el único que respiré mas libremente, aunque fui yo quien sufri sobre todo la sensacion singular de su presencia, porque, ademas de mi retraimiento de costumbre, mi con- ciencia me decia que habia dado, hacia algun tiempo, cabida en mi mente á sospechar de Steer- forth, y no podia reprimir el temor de verme son- deado, y de que me adivinase con su mirada pene- trante.

Pero la alegría general hizo que desechase aque- lla preocupacion.

Mistress Micawber fué la primera que animó la conversacion y el ponche, y discutió todas las probabilidades de fortuna que sonreian aun á su marido, si abandonando la ingrata profesion de corredor de cereales, llegaba á desplegar sus ra- ras facultades en el ejercicio de los negocios de banca y descuento.

Desgraciadamente, no ocultó que debia empezar por liquidar ciertos atrasos, al firmar por si mismo un pagaré que no hallaria negociacion en la Cité, como no fuese con gran usura.

En seguida se ocupó de cantar las virtudes de mi amigo Traddles, y la proposicion de Mr. Micaw- ber, de brindar por el querido objeto de sus afec- ciones.

Una alusion delicada al estado de mi corazon me obligó á dedicar otro brindis á la inicial D., que fué saludada calorosamente.

Por último, tomamos el té, y mistress Micawber se dignó cantarnos dos baladas : el Hermoso sargento y Tuffinito, baladas que habian dado una reputa- cion á mistress Micawber, allá cuando habitaba de soltera con sus papás.

Mr. Micawber añadió:

- La primera vez que vi á mi querida mitad bajo el techo paternal, llamó muchisimo mi aten- cion el Hermoso sargento que cantó, pero al oir Tuffinito resolvi morir ó ser el esposo de aquella diva.

Entre diez y once, mistress Micawber pasó á mi cuarto para guardar su cofia en el mismo pliego de papel que le habia servido para traerlo, sin que se arrugase, y para ponerse su sombrero de paja. Un momento despues, alumbré á mis ami- gos para que bajasen la escalera sin contratiempo, y como Mr. y mistress Micawber habia abierto la marcha, me quedé con Traddles en el tramo, y le dije :

- Traddles, mi querido amigo, Mr. Micawber es un pobre diablo que no tiene nada de picaro, pero yo si fuese vos, no le prestaria un céntimo.