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DAVID COPPERFIELD.

Mr. Daniel Peggoty fué quien me abrió la puer- ta : no pareció sorprenderse tanto como yo espe- raba; lo mismo reparé en mi niñera cuando bajó i la cocina : despues he notado mas de una vez que ante la aproximacion de esa sorpresa temida que se llama la muerte, todas las demas se disipan y menguan.

Hallé á Emilia sentada al lado de la chimenea, con el rostro entre las manos.

Cham estaba dle pié á su lado.

Todo el mundo hablaba en voz baja, prestando oido por si llegaba algun ruido del cuarto de arriba.

En mi última visita no habia fijado demasiado mi atencion, pero habia algo de extraño en no ver i Barkis entre las personas que estaban e su casa.

- Os agradecemos muchisimo que hayais veni- do, Mr. David, me respondió Mr. Daniel Peggoly.

- Sois sumamente amable, dijo Cham.

- Mi querida Emilia, exclamó Daniel Peggoty, mirad : hé aqui Mr. David que viene á vernos; va- mos, ánimo, querida mia; ;cómo! no decis nada á Mr. David?

Emilia pareció estremecerse.

Aun siento la impresion helada de su mano al cogerla entre las mias.

La única señal de vida que dió fué retirarla : luego, levantándose de su silla, se arrastró, por decirlo asi, hasta su tio, y casi arrodillada se echó en sus brazos sin dejar de temblar.

- Es un corazon tan cariñoso, dijo Mr. Daniel Peggoly acariciando con sus manazas los rizos de sus hermosos cabellos, que no puede soportar un disgusto tan grande. Eso es natural en la juventud, cuando no se está acostumbrado á semejantes pruebas; ¡mi querida chiquilla es tan timida!... Es natural.

Le abrazó aun mas cariñosamente, pero sin al- zar la cabeza ni pronunciar una palabra.

- Se hace tarde, querida mia, dijo Mr. Daniel, y aqui está Cham que ha venido para acompaña- ros á casa. Ese si que tiene un corazon amante!... Marchaos con él, mi querida Emilia... ¿Qué decis?

El sonido de la voz de Emilia no habia llegado hasta mis oidos; pero Mr. Daniel se inclinó á fin de poder oir, y respondió :

- ¿Que os deje quedaros al lado de vuestro tio, mi querida Emilia? ; Cómo decis eso, cuando vues- tro futuro ha venido hasta aqui á buscaros! A fé que un erizo de mar como yo no os haria compa- ñía... Quiere tanto á su tio!... No tengais celos de esa locuela, mi querido Cham.

- Emilia tiene razon, Mr. David, dijo Cham; tio, es preciso ceder; puesto que lo desea y esta tan sobrecogida, mas vale que pase la noche á vues- tro lado; tambien me quedaré yo.

- No, no, dijo Mr. Daniel, no debeis acceder... ¡Un hombre casado, ó en visperas de casarse no debe perder un dia de trabajo!... porque no po- driais velar esta noche y trabajar mañana, mi que- rido Cham; no, volveos á casa, pues supongo que no temereis que no cuidemos de Emilia.

Cham consintió y tomó su sombrero para nmar- charse; pero antes quiso estrechar en sus brazos á Emilia. Al ver como se acercaba á ella cra impo- sible no reconocer que la naturaleza habia creado á Cham para ser una persona de distincion.

Emilia se dejó abrazar por su futuro, y sin em- bargo mostró mas cariño al arrojarse en los brazos de su tio.

Yo me dirigi á cerrar la puerta asi que se mar- chó Cham, y lo hice con precaucion para que no turbase el silencio que reinaba alli ningun ruido.

Al entrar en la cocina oi que Mr. Daniel Peggoty decia á Emilia :

- Ahora voy á subir á decir á vuestra tia que ha llegado Mr. David, y Dios sabe si se alegrará la pobre mujer. Mientras bajo sentaos al amor de la lumbre y calentaos, pues teneis las manos hela- das... No tengais tanto miedo... Qué! ¿quereis subir conmigo?... A vuestro antojo, venid... Creo, Mr. David, añadió con cierto orgullo, que si su tio no tuviese mas asilo que el foso de la calzada, alli iria ella á vivir con él... Ah! ipero pronto lle- gará el momento en que no quisierais separaros de otro !...

Un poco mas tarde, cuando subi yo, al pasar por delante de la puerta de mi cuarto, que estlaba á oscuras, crei ver alli á Emilia echada en el sue- lo... pero cra realmente ella ó solo la sombra de eualquier mucble? No estoy seguro de ello.

Una vez que me quedé solo delante del fuego me di á pensar en el temor que inspiraba á Emilia la muerle, y aquella sensacion, unida i la incertidum- bre en las ideas de que me habia hablado M. Omer, me explicaron satisfactoriamente aquella agitacion lan cxtraordinaria.

Por fin bajó Peggoty y me estrechó contra su corazon, bendiciéndome y dándome las gracias por la parte que tomaba en sus desgracias.