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DAVID COPPERFIELD.

En seguida me suplicó que subiese al lado de Mr. Barkis, diciendo en medio de sollozos que el pobre hombre me habia siempre admirado y queri- do, que antes de caer enfermo hablaba frecuente- mente de mí y que creia que de recobrar su cono- eimiento se animaria al verme.

Pero ay! nada podia ya reanimarle. Estaba casi fuera de la cama, en una posicion violenta, con la cabeza y un hombro inclinados sobre el cofre que tantos sobresaltos y temores le costara.

Supe que así que se vió imposibilitado de levan- tarse para abrirlo, ó aun de verificar si estaba se- guro, merced á la especie de varilla adivinadora de que le habia visto servirse, habia exigido que se lo colocasen encima de una silla á la cabecera de la cama.

El tiempo y el mundo huian ante él; pero el co- fre continuaba alli...

Las últimas palabras que habia pronunciado rea- sumian la explicacion que daba sin cesar...

- No hay mas que ropa vieja !

- Barkis, amigo mio, dijo Peggoty con ese acento de resolucion que se toma al dirigirse á un enfermo, aqui está nuestro querido David, que nos unió á ambos, cuando le encomendabais que me hablase de vuestra parte... Os acordais? ¿ No que- reis darle las buenas noches?

Mr. Barkis permaneció mudo é insensible, como el cofre sobre que habia tratado de apoyarse.

Nos hallábamos al pié de la cama Mr. Daniel y yo, y el marinero me dijo acercándose á mi y lle- vándose la mano á la boca :

- Se larga con la marca.

Tenia los ojos arrasados de lágrimas, lo mismo que Peggoty, pero me aventuré á replicar en voz baja :

- ¿ Con la marea?

- En toda la costa, me respondió Mr. Daniel, los enfermos no mueren sino cuando la marca ha bajado casi del todo, y las criaturas no nacen sino con el reflujo; se vá con la marea, y si sobrevive hasta que venga el reflujo, entonces no se irá sino con la otra marea.

Pasamos horas enteras velando al enfermo.

No pretendo cxplicar qué misterioso influjo ejer- cia en los debilitados sentidos del moribundo; pero cuando por fin empezó á agitarse y murmnrar algunas palabras, deliraba ciertamente al pensar que me conducia al colegio.

- Vuelve en si, dijo Peggoly.

Mr. Daniel me hizo señas con el codo y me dijo aparte con tono solemne :

- La marea y él se van juntamente.

-Barkis, mi querido esposo! exclamó Peg- goty.

-Clara Peggoły Barkis! respondio él con voz débil : ; la mejor mujer de la tierra!

- Mirad, Barkis, aqui está Mr. David, dijo Peg- goly al verle abrir los ojos.

Estaba á punto de preguntarle si me conocia cuando él trató de cogerme la mano, y me dijo muy distintamente con una amable sonrisa :

- Barkis no desea otra cosa!

Y al retirarse las olas, Barkis partió con la marea.

VI
UNA PÉRDIDA AUN MAYOR.

Peggoty obtuvo fácilmente de mi que permane- ciese en Yarmouth hasta que los restos del pobre Barkis fuesen conducidos à Blunderstone. Con sus economias habia comprado un terreno en nuestro campo santo, cerca de la tumba de «su querida hija », nombre que dió siempre á mi madre. Alli queria que reposara su marido, mientras ella iba á reunirse con él.

Haciendo compañia á Peggoly, y lodo lo que podia en su obsequio, que no era mucho, me hago la juslicia de decir, que me consideraba dlichoso pagando hasta cierto punto mis deudas de grati- tud; pero tambien es preciso convenir que expe- rimentaba por mi parte una satisfaccion, comple- tamente personal y profesional, al encargarme del testamento de Mr. Barkis, y de explicarle á ella los articulos.

Puedo reclamar la gloria de haber sido el pri- mero que sugirió la idea de buscar el citado testa- mento en el famoso cofre, donde pareció allá al fondo, en uno de los sacos que usaba el tlarlanero para la avena de sus caballos. Ademas, el cofre contenia :

1° Un antiguo reló de oro, con su cadena y sellos correspondientes, que Mr. Barkis habia lle-