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DAVID COPPERFIELD.

negó, insistiendo para que se la diese de su mano. Mi madre accedió y el caballero dijo que la conservaria eternamente; lo cual me hizo sospechar que no eran grandes sus conocimientos, puesto que ignoraba que la flor, separada de su tallo, se marchitaria al cabo de uno ó dos dias.

Peggoty no pasaba con tanta frecuencia las noches en nuestra compañía. Mi madre la miraba con gran deferencia, aun mas que antes, segun noté, y los tres continuábamos siendo los mejores amigos del mundo. Sin embargo, existia cierta diferencia, una especie de cortedad indefinible. Algunas veces Peggoty parecia que reprochaba á mi madre el que se pusiese todos los lindos trages que llenaban sus armarios, ó el que fuese de visita con frecuencia á casa de la vecina; pero todo esto me lo explicaba yo imperfectamente.

Poco á poco me acostumbré á ver al caballero de las patillas negras, sin quererle por eso mas, sin dejar de tener los mismos celos; pero no me sabia dar cuenta de aquellos sentimientos puramente instintivos. Aquello sobrepasaba á mi razonamiento de niño.

Una hermosísima mañana de otoño me hallaba en nuestro parterre con mi madre cuando M. Murdstone, — este era su nombre, — llegó á caballo. Saludó á mi madre, díjole que se dirigia á Lowestoft á ver unos amigos que le esperaban con su yacht[1], y propuso llevarme si aquel paseo podia ser de mi agrado.

El aire era tan suave y el caballo piafaba tan noblemente á la puerta del jardin, que me dejé seducir. Fuí en busca de Peggoty para que me vistiera. Entretanto M. Murdstone echó pié á tierra, se echó las riendas al brazo, y siguió la empalizada que mi madre, para hacerle compañía, seguia tambien por la parte de adentro. Me acuerdo que Peggoty y yo mirábamos de cuando en cuando por la ventana, y los dos que se paseaban parecian examinar el espino de muy cerca. De repente, Peggoty, que estaba de muy buen humor, experimentó cierta contrariedad y me peinó con fuerza, cosa que me obligó á hacer un gesto.

M. Murdstone y yo no tardamos en alejarnos, trotando por la carretera. Me llevaba delante de su silla, cogido con uno de sus brazos, y no podia menos de volver de cuando en cuando la cabeza para mirar su rostro. Tenia esa especie de ojos negros de abismo... (no conozco otra expresion que pueda definir un ojo cuya profundidad es impenetrable) que, en una ligera distraccion parecen de repente velarse ó apagarse. Examiné aquella cara con cierto espanto, y me pregunté qué seria lo que así preocupaba su imaginacion. No dejé de admirar sus negras patillas y su bien afeitada barba que no mostraba sino los puntos negros que tan bien imitan la barba en una figura de cera. Sus arqueadas cejas y la pureza de su tez, — ¡malhaya su tez y su memoria! — me le hacian aparecer guapo, á pesar de mis presentimientos. No dudo que mi madre fuese de mi misma opinion.

Nos apeamos en una casa á orillas del mar, y hallamos dos señores fumando cigarros tranquilamente. Vestian una ancha blusa de marinero, y en un rincon se veian unos capotes, envueltos juntamente con una bandera.

— ¡Ola! Murdstone, dijeron, os dábamos por muerto.

— Aun vivo, respondió Murdstone.

— ¿Y quién es este chiquitin? preguntó uno de ellos cogiéndome en brazos.

— Es David, replicó Murdstone.

— ¡David! Y quién es ese David, preguntó mi interlocutor, ¿David Jones?

— David Copperfield.

— ¡Cómo! ¿el embeleco de la seductora mistress Copperfield, de la encantadora viuda?

— Quinion, mucho cuidado con lo que decís, exclamó Murdstone, que hay oidos taimados.

— ¿Dónde? preguntó riendo el interlocutor.

Deseando saber á quién se aludia, me apresuré á alzar la vista.

— Aludo á Brooks de Sheffield, dijo M. Murdstone.

Alegréme que aludiera al tal Brooks, pues al principio creí que se trataba de mí.

Debia existir algo de muy cómico en la reputacion de Brooks de Sheffield, segun las carcajadas de aquellos tres señores al escuchar su nombre; el llamado Quinion dijo:

— ¿Qué opina Brooks respecto al proyectado negocio?

— Ignoro si aun lo sabe; pero en el fondo no es muy favorable á la cosa, segun creo.

Al oir estas palabras redoblaron las carcajadas, y Quinion añadió que iba á llamar para que trajeran una botella de Jerez para beber á la salud de Brooks; hízolo así, y en seguida que sirvieron el

  1. Yacht, embarcacion de recreo.