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DAVID COPPERFIELD.

— Os doy un millon de gracias, Mr. Copperfield.

- ¿Quereis decir que es un matrimonio de di- nero? pregunté.

- Si, respondió Mr. Špenlow, parcce que hay dinero, y al mismo tiempo hermosura tambien.

- ¿Con que su futura es jóven?

- Apenas ha salido de la pubertad, y la prueba que esperaban á que llegase á tener la edad.

- Que Dios nos proteja, exclamó Peggoty, con tal acento de compasion, que los tres permaneci- mos desconcertados, hasta que Mr. Tiffey entró con la minuta de gastos.

Entregó á Mr. Spenlow la minuta para que la verificase; él lo hizo, y á cada línea lanzaba una exclamacion, como Mr. Jorkins solo la hubiese hecho.

Si, está bien, dijo, devolviendo el papel á Tiffey; me hubiera complacido sobremanera, Cop- perfield, en disminuir la minuta, o en no cobrarla; pero mi profesion me lo impide, y desgraciada- mente no puedo hacer lo que quisiera, tengo un socio... Mr. Jorkins...

Al mismo tiempo que se expresaba asi melancó- licamente, por no poder hacer aquello en obsequio de su clienta, se lo agradeci y pagué la minuta, alargándole un billete de Banco.

Peggoty volvió á su casa y yo me dirigi con Mr. Spenlow al tribunal de Doctors' commons, donde se veia un curioso pleito de divorcio.

Mr. Spenlow estaba de muy buen humor, y me dijo que de alli á ocho dias era el aniversario del nacimiento de Dora, y me invitó á una fiesta que daba con semejante motivo.

Olvidé todo y estuve á punto de perder la ra- zon, cuando al dia siguiente por la mañana, re- cibi una carta que contenia estas sencillas pala- bras: