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DAVID COPPERFIELD.


III
UN CAMBIO.

El caballo del tartanero era el caballo mas flojo del mundo; á cada parada metia el hocico entre las patas, y por su parte el amo estaba tan dormido como su rocin; en punto á conversacion no sabia mas que silbar.

Peggoty habia dispuesto un cesto con provisiones de boca, capaz de durar hasta Lóndres, aun cuando hubiéramos ido en la misma tartana. Comimos por todo el camino, excepto cuando dormíamos, y hasta que oí á Peggoty, jamás habia podido creer que una mujer roncaba con semejante estrépito.

Multiplicamos de tal modo los rodeos y paradas, que estaba ya molido cuando nos hallamos á la vista de Yarmouth. Al recorrer mis ojos la inmensa playa no pude menos de asombrarme, pues mi geografia pretendia que la tierra es redonda, y Yarmouth es el pueblo mas llano del mundo; esto podia consistir sin duda en que estuviese en uno de los polos.

A medida que nos acercábamos veia aquella playa que se prolongaba hasta tocar á lo lejos con el horizonte : se me figuraba que alguna montaña no hubiera estado allí de mas y que hubiera sido mejor no ver tan mezcladas y confundidas la ciudad y la mar; pero Peggoty, á quien hice presente mi observacion, me respondió con mayor énfasis que el de costumbre, que era preciso aceptar las cosas segun eran en sí, y que por su parte tenia á orgullo en llamarse un arenque de Yarmouth, apodo que se daba á los naturales de aquella ciudad maritima.

Cuando entramos en la calle — que por cierto aun la recuerdo con asombro — y sentimos el olor del pescado, de la pez y de la brea, cuando vimos ir y venir los marineros, pegar tumbos sobre el empedrado á los carros, etc., etc., comprendí cuán injusto habia sido con una ciudad llena de vida y movimiento. Díjeselo á Peggoty, que con placer oyó mi acto de contricion y me manifestó que era cosa sabida — supongo que de todos los que tienen la suerte de nacer arenques — que Yarmouth era la ciudad mas hermosa del universo.

— Aquí está mi sobrino Cham que nos espera, exclamó de pronto Peggoty.

Nos aguardaba, en efecto, á la puerta de la posada donde paraba el ordinario, y se informó de mi salud como si hubiéramos sido amigos antiguos. Al principio no estaba muy seguro de conocerle tan bien como él á mí, pues que no habia vuelto á nuestra casa desde el dia de mi nacimiento; pero la amistad creció así que me llevó á cuestas hasta su casa. Cham era todo un mozo hecho y derecho, casi casi de seis piés de alto, ancho de espaldas á proporcion, conservando al mismo tiempo su aire infantil y su cabellera rubia y rizada que le hacia parecerse á un borrego; vestia una anguarina de hilo y unos pantalones tan tiesos que hubieran podido muy bien quedarse derechos sin el auxilio de las piernas que iban dentro. En cuanto al sombrero menos parecia tal que una de esas manchas de pez que se pegan á donde caen.

Llevándome Cham en sus hombros con un cofrecillo de nuestro equipaje bajo el brazo, y Peggoty cargada con otro baulito, revolvimos por una porcion de callejuelas llenas de virutas y de montones de arenas; pasamos por delante de la fábrica del gas, de cordelerías, de talleres de aparejos de barcos, de fraguas, de arsenales donde se construian buques, de otros en que se deshacian, en que se carenaba y calafateaba, etc., etc., hasta que nos hallamos en aquella playa monótona que habia visto á lo lejos.

Allí fué donde me dijo Cham :

— Aquella es nuestra casa, señorito.

Miré á todas partes tan lejos como podia extenderse mi horizonte visual en aquel desierto, en el mar, en la orilla... pero fué en vano, pues no distinguí ninguna casa. Lo único que habia á corta distancia era una gran barca negra, una especie de buque viejo encallado, con una chimenea de hierro por donde salia una columna de humo negro, pero aquello no se parecia á una casa en lo mas mínimo.

— ¿No será eso que se parece á un barco? exclamé.

— Sí tal, eso es, señorito, respondió Cham.

A haber sido aquel el palacio de Aladino, ó cualquiera otra maravillosa habitacion de las Mil y una Noches, creo que me hubiera sentido menos encantado de la idea novelesca de vivir en él. Habia una deliciosa puerta practicada en uno de los costados; habia un techo, ventanas; pero el verdadero en-