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DAVID COPPERFIELD.

dor del rostro era mejor que el mas delicado fes- tin, etc., etc.

— ¡Abrid los ojos, Dora, por piedad!

Todas estas cosas y aun otras muchas fueron dichas con tal elocuencia, que me asombré de mi mismo, bien que las hubiese meditado dia y noche desde el momento en que mi tia me reveló su pér- dida de fortuna.

- ¡ Vuestro corazon sigue perteneciéndome, querida Dora? le pregunté con transporte, sintien- do que en efecto era mio, pues Dora seguia en mis brazos desconsolada y cariñosa.

- Oh! si, exclamó; si, completamente vues- tro, para siempre. No me hableis de vuestra po- breza ni de mataros trabajando, os lo suplico, con- tinuó ella sin dejar de apoyar su cabeza en mi hombro.

- Querida mia, dije, el pan seco bien ganado...

- Si, si, lo sé, replicó ella interrumpiéndome; pero no volvamos á hablar de pan seco. Es preciso que Jip tenga su costilla todos los dias al almuerzo, ó de lo contrario moriria.

¡Cómo no enloquecer ante semejantes niñerias!

Expliqué á Dora que Jip tendria regularmente su chuleta. Hice un cuadro de nuestra existencia modesta, sostenida por mi trabajo cotidiano, sin olvidarme de bosquejar la casita de Highgate, con la habitacion para mi tia.

- ¿Ya no os causo espanto, Dora?

- ¡Oh! ;no, no! Pero espero que vuestra tia frecuentemente se encerrará en su cuarto; sobre todo si fuese por casualidad una vieja gruñona.

A no haber querido tanto á Dora, hubiérase cal- mado un poco mi nuevo ardor, viendo cuản dificil era comunicárselo.

Quise tentar una nueva prueba cuando me pare- ció que habia vuelto completamente èn si y se en-