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DAVID COPPERFIELD.

nor reproche al hablar de su hija... Fuerza es con- fesarlo; cedia aun á un instinto de egoismo, que- riendo ante todo que mi nombre se pusiese ante la vista y las lagrimas de Dora; pero me esforcé en creer que llevaba á cabo un acto de justicia, res- pecto á la memoria de un padre... y aun quizás realmente lo creia asi.

Al dia siguiente respondieron á mi tia algunos renglones, dirigidos á ella en apariencia y á mi in- directamente. La tristeza agobiaba á Dora, y cuan- do su amiga le habia preguntado si queria hacerme saber que seguia experimentando por mi los mis- mos sentimientos, no quiso responder mas que estas palabras, repetidas sin cesar por ella desde que era huérfana:

- ¡Oh! ;mi querido, mi pobre padre!

Es decir, que no habia pronunciado n0...

Mr. Jorkins, que habia marchado a Norwood, asi que falleció su colega, regresó á la oficina al cabo de tres dias. Encerróse algunos minutos con Tiffey en el gabinete, y luego Tiffey, entreabriendo la puerta, me hizo una señal para que acudiese.

- Mr. Copperfield, me dijo Jorkins, Tiffey y yo vamos á registrar los cajones de aqui, para sellar los papeles personales y buscar el testamento del difunto, testamento que hasta ahora no ha po- dido encontrarse. Hariais bien en ayudarnos, si gustais.

Como no deseaba otra cosa mas que saber en qué situacion iba á quedar Dora y cuál iba á ser su tutor, acepté la proposicion. Pusimonos los tres á la obra, examinando y separando los papeles que eran de la oficina de las cartas particulares. Aquel trabajo se hacia en silencio, escepto cuando hallá- bamos alguna relojera ó estuche de lapicero, algu- na sortija ó cualquier otro objeto de la propiedad de Mr. Spenlow; en este caso, pasaba de mano en mano, haciendo algunas reflexiones al mismo tiempo.

Habiamos ya sellado diferentes paqueles, y pro- seguiamos nuestra obra, sacudiendo el polvo, cuando Mr. Jorkins nos dijo, aplicando á su difun- to colega las mismas palabras que este le aplicaba á él en vida:

- Mr. Spenlow era un hombre á quien dificil- mente se lograba hacer abandonar el canmino tri- llado. Ya sabeis cómo era, y estoy por creer que no ha testado.

- ¡Oh! sé que ha otorgado un testamento, dije.

Mr. Jorkins y Tiffey se pararon y me miraron.

- En la última conversacion que tuve con él, la vispera de su fallecimiento, prosegui, me habló de su testamento como de una cosa hecha desde hacia mucho tiempo.

Mis dos interlocutores menearon la cabeza.

- Hé ahí una cosa que augura mal, dijo Tif- fey.

- Muy mal, repitió Mr. Jorkins.

- Seguramente, añadi, que no pondreis en duda...

- Amigo mio, exelamó Tiffey meneando la ca- beza cada vez mas, y guiñando el ojo con aire sig- nificativo, si hubieseis permanecido tanto tiempo como yo en el despacho, sabriais que no hay asun- to alguno en que los hombres demuestren tanta inconsecuencia, y merezcan que se los crea menos.

- Sin duda, y esa misma observacion me la hizo Mr. Spenlow, prosegui, persistiendo en mi confianza.

- En ese caso, dijo Tiffey, ya no vacilo; mi opinion es que el jefe no ha dejado testamento.

Cada vez me asombraba mas aquello : el testa- mento no se encontraba y nada indicaba que hu- biese abrigado la intencion de otorgarlo; ni borra- dor, ni notas, ni memorandum testamentario de ninguna especie.

Lo que llamó aun mas nmi atencion, fué el des- arreglo en que se hallaban sus negocios. Era dificil establecer lo que debia, lo que habia pagado y lo que poseia. Quizás él mismo no lo sabia á punto fijo. Dejándose llevar del ejemplo de prodigalidad que distinguia entonces à los Doctar's Commons, no queriendo aparecer menos espléndido y fastuoso que los demas, no solo habia gastado mas de los honorarios que le proporcionaba su profesion, que no eran muy crecidos, sino que habia hecho men- guar bastante su haber patrimonial, caso que hu- biese sido considerable alguna vez - que era du- doso.

A las seis semanas de su fallecimiento, Tiffey, no sabiendo hasta qué punto era yo parte interesada, me reveló que la casa de campo de Norwood y los muebles, se subastaban públicamente, y que des- pues de pagadas las deudas de Mr. Spenlow, de- duciendo los créditos de la oficina, en su mayor parte incobrables, no daria mil libras esterlinas por el resto de la herencia de su antiguo jefe.

¡Seis semanas despues! Y yo, que durante aquel tiempo habia sufrido horrorosos tormentos, y mas