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DAVID COPPERFIELD.

carta, diciendo que lendria la satisfaccion de visi- tar á las señoritas Spenlow, à la hora indicada y en union de su amigo Tomás Traddles. Despues de enviada esta misiva, Mr. Copperfield cayó en un acceso tal de agitacion nerviosa, que duró hasta el dia de la visita.

Mi inquietud se aumentó mas todavia, en esta memorable crisis, por la carencia de consejos de miss Julia Mills.

Pero Mr. Mills no podia tomar una determina- cion que no me contrariase, no podré decir si á propósito o involuntariamente, y habia completado sus enfadosas acciones, imaginando partir para Calcuta.

¿A qué iba á Caleuta sino era para contrariar- me? Es cierto que tenia negocios, pues comercia- ba con los productos de la India, tenia una casa y un asociado que reclamaban su presencia; ;pero qué me importaba á mi!

Desgraciadamente á él le importaba mucho por el contrario, y sin el menor miramiento por mis asuntos de corazon, consagrado en cuerpo y alma á sus negocios de interés, el inconsiderado Mr. Mills partia para las Indias en union de su hija, que esperando que el buque se hiciese á la vela, habia ido á despedirse de sus parientes á la pro- vincia.

Asi es que esta ausencia agravaba mi critica posicion. ¿No tenia razon en considerarme como el triste juguete del destino?

Por fin llegó el dia de mi importante visita y con él otro motivo de inquietud.

¿Cómo me vestiria? ¿Cómo aparecer con todos mis atractivos, sin comprometer el carácter formal que pretendia darme ante las señoritas Spenlow? Escogí un justo medio en mi traje, que mereció la aprobacion de mi tia, y Mr. Dick, como feliz pre- sagio, nos arrojó uno de sus zapatos, en el mo- mento en que Traddles y yo bajábamos la escalera.

Por muy buen muchacho que fuese Traddles, y por mucha que fuese mi amistad por él, no pude por menos de sentir, en esta delicada ocasion, que hubiese tomado la costumbre de cepillar sus ca- bellos, de tal manera que parecian erizarse sobre su cabeza, ¡ de sorpresa ó de horror!

Le hice una observacion, pero cuánto mas pasa- ba su mano para bajarlos, con mas impetu se le- vantaban.

- Copperfield, me dijo, no podeis imaginar la ohstinacion de mi cabellera, que me convierte en un verdadero puerco-espin, y me ha perjudicado mucho en mi vida. La esposa de mi tio no podia soportarla; y aun con la misma familia de Sofia me jugó una mala partida, pues sus hermanas, que no han cesado de reir, pretenden que mi Sofia conserva un rizo de mis cabellos, viéndose obliga- da á guardarlo en un album, porque sigue erizán- dose aun, y cso que era una prenda de amor.

- Vamos, respondi yo riéndome tambien, ya veo que toda vuestra tenacidad se encierra en vues- tros cabellos, porque, querido Traddles, sois el mejor muchacho del mundo. Pero, á propósito de vuestra Sofia, creo que vuestra experiencia puede serme útil. Cuando os declarásteis, ¿ hicís- teis una peticion en regla á su familia? ¿Hubo algo parecido á lo que vamos á hacer hoy... por ejem- plo?

- ¡Ah! respondió Traddles con un aire pensa- tivo, fué una transaccion bastante penosa. Sofia era de tanta utilidad para su familia, que ninguno de sus parientes supuso nunca que llegaria á casar- sc. Habian decidido que permaneceria toda su vida solterona, y le daban anticipadamente este nombre. Pero, cuando di el primer paso, con la mayor pre- caucion, exponiendo á mistress Crowler...

- ¿La mamá ?

- Precisamente, la esposa del reverendo Mr. Horacio Crowler... continuó Traddles; cuando ex- puse á mistress Crowler mis intentos, lanzó un grito y se desmayó. Por algunos meses, no pude volver á ocuparme de semejante asunto.

- ¿ Pero en fin, os atrevisteis á ocuparos de nuevo?

- No fui yo, sino el reverendo Horacio Crow- ler. Es un hombre excelente, ejemplar bajo todos conceptos, y demostró á su esposa que debia, como cristiana, hacer este sacrificio, tanto mas que aun no era cosa segura, y no guardarme rencor. En cuanto á lo que me concierne, Copperfield, puedo aseguraros que me creia una verdadera ave de ra- piña para esta familia.

- Espero, Traddles, que las hermanas tomarian vuestro partido?

- No del todo. Cuando se hubo calmado mis- tress Crowler, tuvimos que hacer la misma decla- racion á Sara. ¿Os he dicho que Sara tenia un li- gero defecto en la espina dorsal?

- Si, lo recuerdo.

Pues bien; cruzó sus manos mirándome con asombro, cerró los ojos, se puso densamente páli-