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DAVID COPPERFIELD.

Nuestra segunda prueba doméstica acacció cuan- do cambiamos de criada.

El primo de Mariana desertó, y con gran sor- presa nuestra fué deseubierto, por un piquete de sus compañeros de armas, en la carbonera, y lle- vado con el grillete.

El desfile de todos estos soldados cubrió de ig- nominia la plazoleta á que caian nuestras ventanas, y este suceso me decidió á despedir i Mariana, que partió pacilicamente despues de cobrar el importe de su cuenta, de la que nada comprendi hasta el dia en que supe la verdad sobre las cucharillas del lé, y me presentaron varios recibos de pequeñas cantidades que habia pedido prestadas á todos nues- tros provecdorcs.

Despues de una interinidad de mistress Kidger- bury, la criada mas vieja del contorno, encontra- mos otro tesoro, que era muy graciosa, pero que con frecuencia rodaba las esealeras de la cocina con la tetera llena, y se precipitaba en el salon como si entrase en un baño, con la bandeja del té en la mano.

Los desastres cometidos por esta desgraciada me forzaron á plantarla de patitas en la calle, y fué reemplazada (despues de la interinidad de mistress Kidgerbury, bien entendido) por una coleccion de incapacidades tomadas á prueba, de las cuales fué la última una jóven de aire distinguido, que se fué å la feria de Greenwich con el sombrero de Dora.

Las que vinieron luego no tenian nada de nota- ble en su mediania.

Todo el mundo parecia burlarse de nosotros; nuestra entrada en un almacen era la señal para exponer los comestibles averiados, y si compriba- mos un cangrejo estaba lleno de agua; la carne cra correosa y el pan tenia poquisima corteza.

Por mas que consultaba yo mismo el Manual de la cocinera de fumilia para saber el tiempo que se necesitaba para que un asado estuviese cocido en su punto, la práctica desmentia á la teoria conti- nuamente, y no podíamos obtener un justo medio entre el asado sanguineo y el calcinado.

Lo peor de todo era que nuestras malas comidas nos costaban lanto como si hubièran sido las me- jores del mundo.

Estaba asustado de las innumerables vejigas de manteca con que habíamos sazonado, ó creido sa- zonar nuestras legumbres; y en cuanto á la pi- mienta y otras especias, pagaba lo bastante para que hubiese afectado sensiblemente el mercado de productos coloniales; i pesar de esto, nunca habia en casa la mas infima provision.

Me figuro que habra pasado á olros mas que á nosotros el ver entrar llorando á la lavandera para excusarse por haber empeñado la ropa que nos de- bia haber vuelto quince dias antes.

El fuego de la chimenea de la cocina y la inva- sion de los bomberos son tambien accidentes muy usuales en toda casa; pero lo que fué verdadera- mente cruel fué el saber que mistress Copperfield... ¡ Dora, mi angelical Dora! habia mandado á su cocinera por no sé cuantas botellas de rom y aguar- diente á la laberna vecina para su uso particular...

Pagué esta cuenta, contento de que, para salvar la reputacion de mi mujer, confesase la criada que no cra Dora la que habia consumido aquellos liqui- dos alcohólicos.

Una de mis primeras tentativas en el arte de tener una casa, fué una comida que ofreci á Trad- dles, y que este aceptó con el fin de tomarnos por modelo para cuando estuviese en su domicilio con su fiel Sofia.

Nos sentamos á la mesa; cierlamente no podia desear tener enfrente de mí á una mujer mas bo- nita que Dora; pero me pareció, por la primera vez, que no teniamos todas las conveniencias ape- tecibles en una comida de familia.

Yo no sé cómo pasaba, pero es lo cierto que aun cuando estábamos solos no teniamos bastante sitio, y sin embargo nos sobraba para perderlo todo.

Sospecho que cra porque no habia nada en su sitio, excepto la pagoda de Jip, que ocupaba inva- riablemente el pasaje mas ancho de loda la casa.

En esta circunstancia, Traddles se encontró tan reducido entre la pagoda, el estuche de la guitarra, el caballete de Dora y mi eseritorio, que dudé pu- diese servirse del cuchillo y el tenedor; pero, á mi observacion, respondió Traddles con su buen hu- mor ordinario :

- No, no, Copperficld, tengo puesto que me sobra; vaya, pues si se puede hacer maniobrar una fragata acorazada.

Habria descado que Jip no hubiese tenido la cos- tumbre de pascarse por encima de la mesa durante la comida; era poco conveniente, aunque no hu- biese metido nunca la pata en el salero ó en el mantequero.

El dia que Traddles comió con nosotros, Jip ereyó que le habian encomendado guardarlo, se- gun las escursiones que hizo alrededor de su plato,