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DAVID COPPERFIELD.

cuanto le es dado á una criatura, no sé hasta qué punto hubiese hecho ademan de salvarla, suponiendo real el peligro imaginario. ¡Cuántas veces no me he dicho esto!... Pero no apresuremos los acontecimientos.

Vagamos durante algunas horas y cargamos con todo aquello que juzgamos digno de curiosidad, arrojando al agua de tiempo en tiempo algunas estrellas de mar, sin que esto quiera decir que nos debian cierto reconocimiento por este sacrificio desinteresado. En fin, cuando regresamos ya habiamos cambiado un inocente beso, en prueba de ser los mejores amigos del mundo.

— Parecen dos tordos, exclamó Daniel Peggoty al vernos tan llenos de salud y tan contentos.

Sí, estaba enamorado de Emilia. Declaro y estoy convencido que queria á aquella criatura con tanta sinceridad, con tanta ternura y con mas pureza y desinterés que mas tarde puede amarse en la vida, por formal y noble que pueda ser el mas perfecto amor de una edad mas avanzada. Alrededor de aquella chiquilla de ojos azules, mi pensamiento de niño creaba una aureola celeste : la idealizaba, hacia de ella un ángel. Si á la caida de una hermosa tarde, Emilia, desplegando de repente dos alas, hubiese echado á volar ante mi vista, se me figura que no me hubiera sorprendido mucho.

Ibamos, sin embargo, á vagar por aquella playa monótona de Yarmouth y nos queriamos sin pensar en las horas, como si el Tiempo, en lugar de ser un anciano para nosotros, hubiera sido un niño de nuestra edad, participando de nuestros juegos.

No vacilé ni un momento en decir á Emilia que la adoraba, y que si por su parte no confesaba que me correspondia, me veria reducido á la cruel necesidad de darme la muerte con el filo de una espada. Ella me respondió que me correspondia, cosa que no dudaba fuera verdad.

En cuanto á la desigualdad de clase, de edad ó cualquiera otra dificultad que podia contrariar esta pasion de dos niños, ni Emilia ni yo nos preocupábamos absolutamente de nada; no mirábamos el porvenir de tan lejos : apenas si investigábamos el mañana. Causábamos la admiracion de mistress Gummidge y de Peggoty, que se comunicaban al oido sus reflexiones sobre tan encantador cuadro. Mr. Daniel Peggoty se sonreia fumando su pipa; Cham nos hacia gestos durante toda la noche. Todos nos miraban con tanto placer como hubiera podido proporcionarles el ver un lindo juguete, por ejemplo el Coliseo de Roma en miniatura.

Noté bien pronto que mistress Gummidge no era todo lo agradable que hubiese podido esperarse de ella, atendida su situacion en casa de Daniel. La buena mujer era de un temperamento melancólico, y algunas veces lloraba demasiado para aquellos con quienes vivia en una habitacion tan reducida. La compadecia, aunque por momentos creia que tanto para ella como para nosotros hubiera valido mas que tuviera una habitacion aparte donde poderse retirar y esperar á que pasasen sus momentos de pena.

En estos críticos momentos todo la contrariaba, todo parecia hecho exprofeso para disgustarla: si la chimenea hacia humo se afectaba mucho mas que los demas; si aumentaba el frio, á pesar de ocupar el mejor asiento y el puesto preferente al lado de la lumbre, se quejaba constantemente de la niebla y del céfiro; cualquiera cosa, en fin, renovaba sus dolores ó su reumatismo. Lloraba, repitiendo sin cesar que era una criatura abandonada.

Si Peggoty la daba razon y decia :

— Es verdad, mistress Gummidge, hace mucho frio, y todo el mundo lo siente.

— Sí, pero yo lo siento mas que nadie, respondia.

Lo mismo sucedia en la mesa, — donde la servian despues que á mí, preferencia que me era debida como á un huésped de distincion, — si el pescado estaba un poco seco, ó las patatas algo quemadas, qué disgusto para todos, sus lágrimas corrian con abundancia.

Cierto dia, entre otros, Mr. Daniel no entró sino á cosa de las nueve. Peggoty descansaba despues de haber trabajado alegremente en su costura. Cham habia arreglado un par de botas y yo habia leido en voz alta, sentado al lado de Emilia y sentados en nuestra caja. Mistress Gummidge calceteaba tristemente en un rincon, y desde el té aquella desgraciada mujer ni habia levantado los ojos ni dado otras señales de vida que un suspiro de desconsuelo.

— ¿Qué tal, tripulacion? preguntó Daniel sentándose, ¿cómo va?

Todos respondimos algo ó hicimos un movimiento amistoso con la cabeza para responderle, excepto mistress Gummidge, que apoyó la suya entre sus manos: