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DAVID COPPERFIELD.

serviros de algo en favor de esas composiciones que os hacen velar hasta tan tarde.

- ¡Concedido, concedido! le dije riendo. Ten- dreis las plumas, Dora.

La noche siguiente, Dora se sentó á mi lado, co- mo de costumbre, con un paquetito de plumas, y cada vez que yo necesitaba una pluma nueva, Dora se apresuraba á proporcionármela, declarándose gloriosa de esta funcion, lo que me sugirió una nueva idea para procurar un nuevo placer á mi mujer-niña : la rogaba que me copiase una pigi- na ó dos de mi manuscrito.

¡Cuảntos preparativos hacia para este gran tra- bajo! ¡cuinto tiempo y cuidado para cumplirlo! ¡qué comunicaciones hacia á Jip de frases enteras, como si Jip pudiese entenderlas y reirse en union suya! ; qué grande era su triunfo cuando me pre- sentaba una pagina sin erratas ni correcciones, que firmaba con todos sus nombres para establecer su colaboracion!

Es indudable que estos recuerdos son bien sen- cillos y triviales para los extraños, ¡pero encierran tanta dulzura para mi!

No debo olvidar que Dora imaginó reunir todas sus llaves en una anilla que colgó de su cintura; era raro que los armarios á qne pertenecian estas llaves estuviesen cerrados, y á decir verdad, mas bien que una seguridad para Dora, eran un juguc- te para Jip; pero, si esta precaucion distraia á mi esposa, ¿por qué no debia distraerme á mí?

Gozábamos como dos niños.

Dora no era menos cariñosa para mi tia que para mi, y la confesaba algunas veces que le habia ins- pirado temor en un principio; mi tia por su parte, se prestaba voluntariamente á todos sus capri- chos.

Hacia la corte á Jip... al ingralo Jip, que no le pagaba en la misma moneda; no se cansaba de cs- cuchar la guitarra, á pesar de no ser muy aficio- nada á la música; no criticaba nunca nuestras ineapacidades domésticas, aunque la tentacion fuese dificil de vencer; recorria los almacenes de Lon- dres para comprar á Dora lo que necesitaba, y no pasaba una vez por nuestro coltage, sin gritar desde la escalera, con una voz que alegraba la casa:

- Eh, vecino, ¿dónde está mi Florecita?

XX
UN SECRETO DE FAMILIA.

En aquel tiempo componia mi primera novela de grandes dimensiones, pero no habia remunciado aun al periódico politico, porque recuerdo que al volver una noche de la Cámara de los comunes, oi dar las doce en el momento en que me detenia ante mi puerta.

Me paré un instante en el dintel para apercibir el reló de San Pablo entre las diferentes campanas de la ciudad, cuando me sorprendió ver enlre- abierta la puerla del cotlage de mi tia, y que una luz débil iluminaba el sendero que conducia á ella.

Mi tia, pensé, habrá recaido en sus antiguas alarmas y estará vigilando el proyecto de algun in- cendio inaginario.

Me dirigi hácia la puerta para dar las buenas noches á mi tia, y tuve una segunda sorpresa : un hombre estaba en su pequeño jardin.

Tenia una botella en una mano y un vaso en la otra y bebia.

Suspendi mi camino cerca de un bosquecillo, donde gracias á la claridad de la luna, aunque el cielo estaba muy nublado, reconoci á través del ramaje al mismo hombre que encontramos un dia en la Cité, y que crei por mucho tiempo, uno de los personajes de las visiones de Mr. Dick.

Bebia y comia con un apetito voraz; de cuando en cuando miraba al collage con curiosidad, y des- pues seguia comiendo, hasta que satisfecha su ham- bre y su sed, manifestó la impaciencia de uno que quiere alejarse.

¿Qué le retenia en aquel sitio?...

La luz se oscurcció de pronto y mi tia salió; es- laba agitada; se acercó al hombre y le contó algun dinero en la palma de la mano; cscuché el choque de las monedas.

- ¿Qué puedo hacer con cso? preguntó él.

- No puedo daros mas, respondió mi tia.

- En ese caso, replicó el desconocido, me que- do; tomad, guardaos vuestro dinero.

- ¡Mal hombre ! dijo mi tia con una viva emo-