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DAVID COPPERFIELD.

- Querida mia, la dije, pienso con sentimiento que nuestra negligencia no es tan solo funesta para nosolros mismos (aunque nos impresione poco por la fuerza de la costumbre), sino que tambien lo es para los demas.

- ¡Ea! respondió Dora, despues de haber guar- dado silencio por algun tiempo, volveis á las an- dadas.

- No, mujercita, ;no en verdad! Dejadme ex- plicaros lo que quiero decir.

- No tengo necesidad de saberlo, dijo Dora.

- Y yo por el contrario, tengo necesidad de que lo sepais. Dejad á Jip en el suelo.

Dora intentó distraerme incitando á Jip para que ladrase; pero como permaneciese sério, le or- denó se acostase en su pagoda y se puso á mirar- me, cruzando las manos con una encantadora re- signacion.

El hecho es, querida, que todo aquello que se nos acerca, se contagia...

Dora no pareció comprender mi metáfora y me expliqué con mas claridad.

- Quiero decir, que no solamente perdemos nuestro dinero y reposo interior con nuestra ne- gligencia, sino que corremos una gran responsa- bilidad,, respecto de aquellos que nos sirven ó tienen relaciones cen nosotros. Mucho me temo que tengamos la culpa de que esas gentes se per- viertan.

- Oh! qué acusacion, exclamó Dora abriendo sus ojos; es decir, que me habeis visto robar re- lojes de oro!

- Dora, razonemos. Quién ha hecho la alusion mas insignificante à los relojes de oro?

- Vos, replicó, vos, que me comparais á él.

- ¿A quién?

- ¡Al pajecito! Dios mio, qué erueldad mas refinada, comparar vuestra mujercita que tanto os quiere, a un ladron condenado á la deportacion! ¿ Qué opinion teneis formada de mi?... Por qué no me la manifestasteis antes del matrimonio? ¡Bondad celeste!

- Dora, vamos Dora, dije separando el pañuelo que llevaba á sus ojos; esto es ridiculo, y, ;princi- palmente no es verdad!

- Ahora decis lo que deciais de él, que mentia siempre! ¿Qué puedo hacer yo, decidlo, qué pue- do hacer?

- Mi adorada esposa, os conjuro á que seais razonable y me escucheis... Si, Dora, á menos que no cumplamos nuestros deberes con los que nos. sirven, no aprenderån nunca á cumplir los suyos para con nosotros. El ejemplo que ven en nos- otros, es positivamente nocivo á su moralidad, y debemos pensar en ello; es una reflexion que me atormenta. Esto es todo; jahora nada de niñerias, Dora!

Dora no quiso separar el pañuclo de sus ojos; continuó gimiendo y murmurando que habia obra- do mal casándome con ella, puesto que la encon- traba tan detestable.

Si no podia soportarla, ¿por qué no mandarla con sus tias, ó hacerla partir para la India? Julia Mills seria feliz en recibirla y no la compararia á un ladronzuelo condenado á la deportacion; Julia no la habia tratado nunca de tal manera.

En fin, Dora se afligió y me afligió tanto con sus quejas, que comprendi era inútil razonar con ella, aun con la mayor dulzura, y que era necesa- rio buscar otro método.

¿Qué otro método y qué otro medio me queda- ba, sino formar el carácter de Dora? Francamente, era una idea seductora, y decidi ponerla en ejecu- cion.

Empecé inmediatamente : cuando Dora se mos- traba mas niña que de coslumbre y que hubiese preferido jugar con ella, me esforzaba por estar sério, á riesgo de enojarla y enojarme; la hablaba de materias elevadas y la leia á Shakspeare.

Me acostumbré á darla, como casualmente, úti- les lecciones, ó á decirla prudentes máximas que la hacian temblar como si hubiese disparado un trabucazo á su oido.

No tardó en adivinar mis intenciones, y como quiera que Shaskspeare no merecia sus simpatias, la educacion iba muy lentamente.

Sin que lo supiese, hice que Traddles viniese en ayuda de mis planes, y siempre que venia á visi- tarnos, le dirigia mis leccioncitas, para edilicar á Dora indireetamente.

La dósis de juicio que administré á Traddles de este modo, fué inmensa y de la mejor calidad; pero no produjo sobre Dora mas efecto que sofocar su alegria, haciéndola miedosa como el estudiante del maestro, ó la mosca de la araña.

Despues de varios meses de perseverancia, reco- nociendo que nada habia sacado en limpio con lodas mis lecciones directas é indirectas, crei jui- cioso pensar que tal vez estaba ya formando el ca- råcter de Dora, y dejando mi doctrina resolvi estar