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DAVID COPPERFIELD.

— ¿Dónde está mamá, señorito? repitió Peggoty.

— Sí, ¿por qué no ha salido á la puerta? ¿y por qué hemos entrado aquí? ¡Ah! ¡Peggoty!

Mis ojos se hincharon y se me figuró que me iba á caer al suelo.

— ¡Oh! ¡querido mio! exclamó Peggoty cogiéndome en sus brazos, ¿qué os pasa? ¡Hablad, hablad!

— No se ha muerto, ¿no es verdad, Peggoty?

— ¡No! negacion que Peggoty pronunció con una voz sumamente entera; díjome á su vez que le habia causado gran sensacion. Yo la llené de besos para que volviese en sí y se explicase al fin.

— Hijo mio, queria decíroslo, pero no he hallado ocasion oportuna, y ademas no sabia qué medio emplear.

— Hablad, Peggoty, exclamé cada vez mas alarmado.

— Señorito, dijo entonces Peggoty con voz anhelante y soltando las cintas de su sombrero, escuchadme : ¡teneis un nuevo papá!

Temblé y palidecí... No sé cómo me pareció recibir una conmocion que partió del cementerio y vino á herirme en el corazon.

— Un nuevo papá, prosiguió Peggoty.

— ¿Otro papá? repetia yo.

Peggoty respiró con trabajo, como si le ahogara alguna cosa, y cogiéndome de la mano me dijo :

— Venid á verle.

— No quiero verle.

— ¿Y á mamá? dijo Peggoty.

No hice mas resistencia y nos dirigimos á la gran sala, donde me dejó. A un lado de la chimenea estaba sentada mi madre; al otro Mr. Murdstone. Mi madre bordaba; dejó caer su labor, se levantó estremeciéndose con una especie de tímida precipitacion.

— Ahora, Clara, mi querida amiga, dijo Mr. Murdstone, recordad que es preciso que os contengais... David, hijo mio, ¿cómo vá?

Le alargué la mano. Despues de vacilar un momento fuí á abrazar á mi madre; besóme en la frente, me acarició cariñosamente, sentóse de nuevo y volvió á tomar su labor. No podia mirarla, ni tampoco mirarle á él, al paso que sentia que nos miraba á ambos. Me dirigí á la ventana y examiné á través de los cristales algunas plantas cuyos marchitos tallos encorvaba el frio.

Tan luego como pude escurrirme me fuí y no paré hasta el primer piso. Habian cambiado mi querido dormitorio, y debia ir á otro al fondo del corredor. Bajé las escaleras para hallar algo que no estuviese cambiado, pero en vano, y fuí á dar vueltas por el patio. No tardé en volver completamente horrorizado; la perrera, vacia en otro tiempo, la ocupaba un perro de desmesurada boca y de lana muy espesa. Al verme se habia enfoscado y se abalanzó á mí.


IV


CAIGO EN DESGRACIA.

¡Qué triste estaba al entrar en mi cuarto! Mientras subia las escaleras oia al perro que ladraba á mi lado. Me senté, triste y solitario, cruzando mis manos encima de mis rodillas y entregándome á mis sueños. De una en otra idea inspeccioné el cuarto, que me parecia tan triste como lo estaba yo, examiné su forma, las vigas del techo, los amamarrachados colores de los vidrios, y un aguamanil que tenia un aire tan desgraciado sobre sus piés que se tambaleaban, que me recordó la quejumbrosa mistress Gummidge bajo el influjo de sus penas de la viudez. En fin, me ocupé de Emilia, de quien empezaba á sentirme perdidamente enamorado, preguntándome por qué habian tenido la crueldad de separarme de ella... de ella, que sin duda me echaba de menos, que me mostraba mas interés que ninguna otra persona en este mundo, ó al menos en esta casa, á donde no sé por qué habia vuelto. Esta reflexion me afligió tanto y me hizo derramar tantas lágrimas, que mis pobres ojos acabaron por cerrarse y me dormí.

Despertóme la voz de una persona que decia : « Héle aquí », y el que hablaba descubria mi cabeza, que se abrasaba. Mi madre y Peggoty estaban á la cabecera de mi cama.

— ¡David! exclamó mi madre, ¿qué te pasa?

Parecióme extraño que me dirigiese semejante pregunta. Nada, le respondí, y volví la cabeza para ocultar mis lábios, cuyo temblor le respondia con mas verdad.

— ¡David! continuó mi madre, ¡hijo mio!...