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DAVID COPPERFIELD.

XXIV
OTRA OJEADA AL PASADO.

¡Ah! ¡mi mujer-niña! de nuevo necesito dete- nerme.

Entre los fantasmas que se presentan á mi me- moria, hay una figura simpatica y delicada que me dice con ternura, en su belleza angelical : a Detente para pensar en m... vuelve la cabeza para conlem- plar á la florecita en el momento que, arrebatada por el huraean, se marchita sobre la tierra! »

Obedezeo. Todas las imágenes del pasado se borran, se desvanecen.

Estoy otra vez con Dora en nuestro cotlage; no recuerdo el tiempo que está enferma; estoy tan acostumbrado que no puedo calcularlo; no es mu- cho realmente, recapitulando las semanas y los meses, pero si considero lo que he sufrido, ha sido muy largo!

Ya no me dicen :

- Algunos dias mas de paciencia.

Empiezo á temer secretamente, que no luzca el dia en que volveré á ver correr por el jardin á mi mujer-niña con su viejo amigo Jip.

Jip se ha vuclto muy viejo de pronto; tal vez sea porque no encuentra en su ama aquel no sé qué que lo reanimaba y rejuvenecia; cojea, su vista se debilita, sus miembros flaquean, y mi tia obser- va, cuando está á la cabecera del lecho de Dora, que no la ladra mas, y por el contrario, se arrastra hasta ella para lamerle las manos.

Dora sonric siempre; está hermosa, no pronun- cia la menor queja, la menor palabra de impacien- cia; nos dice que somos muy buenos, que sabe que su querido David se fatiga demasiado, y que mi tia no duerme, sin dejar de ser tan activa y cuidadosa como antes.

Las dos señoritas-pájaros vienen á verla algunas veces, y entonces hablamos del dia de nuestras bodas, de todo lo que nos volvia tan decidores y dichosos.

Qué pausa mas incomprensible parcee produ- cirse en mi vida (como en todo lo que me rodea), cuando estoy sentado en la habitacion de Dora, que me mira fijamente y tiene mi mano entre las suyas; con la tranquilidad de la media luz que hay en la estancia, permanezco allí horas y mas horas, que transcurren insensilblemente.

Tres circunstancias recuerdo con mas viveza que las otras.

Es por la mañana; Dora vestida graciosamente en su lecho por las manos de mi tia, me mues- tra que sus hermosos cabellos se rizan aun sobre la almohada, su longitud y suavidad, y el placer que la produce encerrarlos en la redecilla de seda que se pone.

- No es porque sea vanidosa, burlon, me dice mi mujer-niña viéndome sonreir; ;pero me repe- liais tanto que los encontrabais hermosos! Recuer- do que cuando empecé á pensar en vos, me los miraba al espejo y me preguntaba si no os gusta- ria tener un rizo... ;Oh! qué placer tan grande tuvisteis el dia que os lo dí, David!

-Fué el dia en que copiabais las flores de mi ramillete, Dora, y en que os declaré cuánto os amaba !

- Si, y yo, replicó Dora, no quise deciros en- tonces las ligrimas de alegría que verti sobre aque- llas flores, creyéndome amada. Cuando pueda cor- rer de nuevo, David, iremos á visitar los lugares que recorriamos de preferencia; no es verdad que iremos? y no olvidaremos á mi pobre papá.

- Si, querida mia, iremos, y scremos dichosos todavia. Tratad pues, de restableceros pronto.

- ¡Oh! estaré muy pronto restablecida. ; Estoy mucho mejor, ciertamente, mucho mejor!...

Es por la tarde : estoy sentado en la misma silla, al pié del mismo lecho, delante del mismo rostro; hemos permanecido silenciosos y una son- risa anima el semblante de mi mujer-niña, que he cesado de subir y bajar hace una semana, pues no se levanta del lecho.

- ;David!

- ¡Mi querida Dora!

- Despues de lo que me habeis dicho hace al- gunos dias, que Mr. Wickfield estaba enfermo, tal vez os parezca atrevido mi deseo; tengo necesidad de ver á Inés; es absolutamente preciso que la vea.

- Amada mia, voy á escribirla.

- ¿ Quereis?

- Inmediatamente.

- Cuán bueno sois, amor mio! David, dejad que me apoye en vuestro brazo... En verdad, no