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DAVID COPPERFIELD.

mi desesperacion todo cuanto pensábamos, decia- mos y haciamos, y asi le atribuiré gustoso este pro- yecto; pero como esta influencia no se maifestaba ostensiblemente, no puedo asegurarlo.

Recordé entonces mi antigua costumbre de com- parar á Inés con la imágen de la virgen de los cris- tales de la iglesia, y tuve un presentimiento profé- tico de lo que debia ser para mi en la hora del in- fortunio.

Efectivamente, desde el cruel instante en que se me presentó con la mano levantada hácia el cielo, fué la virgen del amparo en mi solitaria casa.

Supe mas tarde, que cuando el ángel de la muerte habia aparecido, fué sobre su seno y son- riendo que mi mujer-niña habia cerrado sus ojos; y yo, al volver de mi desmayo, fué á ella tambien á la que ví á mi lado, llorando, dirigiéndome pa- labras de consuelo, inclinándose hicia mi con una piedad celeste, tranquilizando, en fin, mi indó- mito corazon, ipronto á revelarse contra la Provi- dencia!

Prosigo mi relato:

Debia viajar, pues asi parecia haberse decidido entre nosotros desde un principio.

La tierra cubria lo perccedero de mi adorada Dora.

No esperaba mas que la partida de los emigran- tes, y lo que Mr. Micawber llamaba la pulveriza- cion final de Uriah Heep.

Accediendo á la súplica de Traddles, el mas afectuoso de los amigos en mi infortunio, volvi- mos á Cantorbery, mi tia, Inés y yo.

Mr. Micawber nos habia citado en su casa, á donde fuimos directamente.

Tan pronto en casa de Mr. Micawber, tan pronto en casa de Wickfield, mi amigo no habia cesado de trabajar asiduamente.

Al verme vestido de luto, la pobre mistress Mi- cawber se afectó vivamente, pero tenia un buen corazon que sobrevivia á todas las peripecias de su atormentada existencia.

- ¡Y bien! Mr. ý mistress Micawber, preguntó mi tia tan luego como estuvimos sentados; habeis reflexionado en mi proposicion de emigrar?

- Mi estimada señora, respondió Mr. Micaw- ber, para manifestar la conclusion á que hemos llegado todos juntos y cada uno separadamente, mistress Micawber, vuestro humilde servidor, y añadiré, nuestros hijos... tal vez no pueda hacer nada mejor que apropiarme el lenguaje del ilustre poeta Tomás Moore:

Nuestra lancha está en la orilla,
Y nuestro barco en la mar.

- Perfectamente, dijo mi tia, auguro excelen- les resultados á vuestra juiciosa decision.

- Señora, replicó, nos haceis mucho honor.

Y consultando una nota, añadió :

- Relativamente á los socorros pecuniarios que nos permitirán botar nuestro débil csquife en el océano de las empresas, he pensado en esta cuestion importante. Solicito de vos me permitais propone- ros mis letras de cambio, extendidas (es inútil es- tipularlo), en papel sellado conforme lo exigen las diversas actas del Parlamento aplicables à las tran- sacciones de este género, con vencimientos gradua- dos, á diez y ocho, veinticuatro y treinta meses. En un principio quise aproximar estos vencimien- tos, fijando los términos de doce, diez y ocho y veinticuatro meses; pero temo que este modo de pago no me deje el tiempo necesario para hacer honor á mi firma. No seria prudente, prosiguió Mr. Micawber paseando su mirada por la habi- tacion, como si representase cien fanegas de tierra cultivable; no seria prudente, si una buena cose- cha recompensase nuestros trabajos, comprometer el resultado por una venta precipitada de nuestros productos. Debo preveer todas las probabilidades, y sé que en esa parte de nuestras colonias, donde tendremos que arrancar á la tierra el precio de nuestro sudor, se obtienen fácilmente los trabaja- dores auxiliares.

- Arreglareis eso como os agrade, dijo mi tia; cuando ambos contrayentes quieren ante todo po- nerse de acuerdo, creo que no deben detenerles esos preliminares.

- Señora, replicó Mr. Micawber, quiero probar que soy un hombre de órden, exacto, puntual, fiel á mis compromisos, y haré las cosas conforme á las reglas comerciales. Deseo tambien comu- nicaros que todos nos preparamos para nuestra nueva ocupacion. Mi hija va todos los dias, á las cinco de la mañana, á un establecimiento cercano, para adquirir el procedimiento (si puede dársele lal nombre) de ordeñar las vacas. Mis pequeñuelos recorren las calles de la capital observando las costumbres de los cerdos y las aves de corral; mi primogénito Wilkins no encuentra una manada de