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DAVID COPPERFIELD.

su deber filial. No he tenido otra intencion al de- sear veros, quc la que os ha manifestado Rosa. Si el buen hombre que condujisteis aqui (lo compa- dezco porque no podria hacer otra cosa), puede consolarse con las medidas que tomemos para im- pedir que mi hijo caiga de nuevo en la emboscada de un hábil cnemigo... tendré mucho gusto en ello.

- He comprendido, señora, dije respetuosa- mente; pero tranquilizaos; debo declararos que conozco intimamente á esa familia, y sois vos la que os engañais suponiendo que la jóven con tanta... torpeza engañada, no está curada de su ilusion; y preferiria morir mil veces, primero que aceptar un vaso de agua de manos de vuestro hijo.

Mistress Steerforth se levantó y dijo á miss Dartle que queria intervenir:

- No, Rosa, ya basta, no repliqueis... Caballero, ¿os habeis casado, segun he sabido?

Respondi que sí.

-¿Y estais en camino de haceros ilustre, se- gun me han dicho tambien, porque vivo muy soli- taria ?

- Señora, he sido bastante afortunado sobre ese punto; han tenido á bien unir algunos elogios á mi nombre.

- Habeis perdido ya á vuestra madre? añadió mistress Steerforth suavizando su acento.

- Si, señora!

- Es una desgracia... una madre estaria orgu- llosa de vos... Adios, caballero.

Y me tendió la mano con dignidad.

El contacto de esta mano debió haberme que- mado la mia, si el orgullo que ulceraba su corazon no le hubiese dado al mismo tiempo la fuerza de comprimir sus latidos y correr sobre su rostro un velo de impasibilidad.

Al alejarme no pude menos de observar con qué aparente insensibilidad contemplaban aquellas dos mujeres que dejaba en su soledad, el horizon- te invadido poco á poco, por las tinieblas de la noche.

En el fondo del cuadro se destacaban las prime- ras luces de la ciudad, iluminando la niebla que se extendia à lo lejos, como las apiñadas ondas de un sombrio océano la vispera de una tempes- tad.

Tuve mil razones para recordar esle espectáculo, y recordarlo con horror, porque antes de que vol- viese á aquellos lugares, una verdadera mar reali- zó con exceso el presentimiento con que los aban- doné.

XXVII
CONTINÚAN LAS EXPLICACIONES.

Despues de haber reflexionado en lo que acababa de saber, juzgué prudente comunicarlo á Mr. Da- niel Peggoty, y al dia siguiente me trasladé á Lón- dres con la intencion de verlo.

He dicho que lo encontraba con frecuencia en las calles, porque al menor indicio tomaba su morral y su baston, y sin pensar en la distancia se trasladaba alli donde creia encontrar á su que- rida sobrina; pero volvia siempre á Lóndres, des- pues de una marcha infructuosa.

Habia conservado su pequeña habitacion, cerca del mercado de Hungerford, y me dirigi á ella, oyendo de boca de una muchacha que no habia salido aun; subi á su cuarto y llamé.

Estaba sentado, leyendo cerca de una ventana, en cuya meseta habia algunas flores.

La habitacion cstaba aseada; conocí á la prime- ra mirada que queria estuviese siempre pronta para recibirla, no alejándose nunca sin la esperan- za de volver con ella.

No me habia oido llamar á la puerta, y no le- vantó los ojos del libro hasta que sintió mi mano sobre su hombro.

- Mr. David ! gracias, gracias de todo corazon por vuestra visita; sentaos.

- Mr. Daniel, le dije aceptando la silla que me ofrecia, no os hagais muchas ilusiones, pero os traigo algunas noticias.

- ¿ De Emilia?

No pudo pronunciar este nombre sin turbarse; llevó una mano á sus labios y me miró, palide- ciendo.

- Lo que he podido saber no os revelará donde se halla... pero, ella no está con él.

Me escuchó en silencio, y era fácil comprender que su grave mirada seguia en mi relato la imágen que evocaba.