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DAVID COPPERFIELD.

Pasaron algunas semanas sin que volviese á ver á Marta; Mr. Peggoty seguia en comunicacion con ella.

La muerte franqueó entonces el dintel de mi morada, y en medio de las lúgubres imágenes que me cercaban, me figuré de nuevo que Emilia habia muerto y que Mr. Peggoly habia tenido una espe- ranza mas ó menos quimérica; él por el contrario, invencible en su fé en la vuelta de la fugitiva, es- peraba aun.

Me encontraba una mañana con mi tia, en su jardin, cuando me remitieron un billete que conte- nia estas lineas firmadas con las iniciales R. D., y sin las cuales habria reconocido el estilo de Rosa Dartle :

« El respelable hipóerita que os hicimos escuchar ha ganado su dinero. Ayer habia encontrado las huellas de la vil criatura de quien sois el fiel cam- peon; pero antes de escribiros he querido asegu- rarme por mi misma de si era ella, y tal vez al mismo tiempo por tener el gusto de humillarla con mi desprecio...

« Llegué muy tlaide; apenas he podido distin- guir á ese odioso idolo de James Steerforth, por- que el insolente marinero de Yarmouth la llevaba en sus brazos hasta un coche de plaza que los con- dujo no sé á donde.

« Tenemos fundados motivos para sospechar que Littimer, empleado por nosotras para descu- brir á esa miserable, obraba al mismo tiempo con otro interés.

« James Steerforth vuelve tambien de España; que no olvide la vil criatura y sus amigos, que ella no podria inspirarle impunemente un segundo ca- pricho...

« Vos mismo habeis dicho que el tio y la sobri- na habian renunciado á esta presa de alto copete. Si el no dado al criado oeulta la idea de ver caer nuevamente el amo á sus piés, os juro que enton- ces no llegaré tarde.

«R. D. »

Me hubiese indignado mas de lo que me indiguó el estilo imperioso de semejante carta, si no me hubiera comunicado una noticia tan grata, entre las amenazas y el desprecio de esa mujer indefi- nible.

La iba á leer mi tia, que habia ido á dar una ór- den á Juanilla y volvia á mi lado, cuando la mis- ma Juanilla vino á anunciarme que Mr. Daniel Peggoty deseaba hablarme.

- ¡Que entre al momento ! exclamé. Y salien- do á su eneuentro le estreehé cordialmente la mano.

Despues de haber cambiado algunas palabras råpidamente, mi tia, no menos curiosa que yo del relato que iba á hacernos Mr. Daniel Peggoly, en- trelazó su brazo con el suyo y le condujo à un pa- belloncito, donde nos sentamos ella á su derecha y yo á su izquierda.

- Marta ha cumplido su palabra, Mr. David, dijo; ella vino á buscarme ayer noche. Emilia es- taba en su casa hacia algumas horas, temblando á la idea de estar tan cerea de mi. Fui inmediata- mente, y estrechando á mi hija contra mi corazon sin que ninguno de los dos pudiésemos proferir una palabra, la conduje á la habitacion que la es- peraba tiempo hacia. Creo que alli tan solo me re- conoció completamente, cayendo á mis piés y diri- giéndome plegarias y súplicas como à Dios. Os aseguro, Mr. David, que no estaba menos turbado que ella al cscuchar aquella voz tan dulce para mi corazon, y ver la que era el ángel de la casa en su infancia, humillándose, acusindose, implorando mi perdon! A pesar de mi reconocimiento por el cielo que me la devolvia, sentí entoces, lo confieso, una herida cruel.

Mr. Peggoty se enjugó los ojos con el reverso de la mano, sin tratar de disimular sus ligrimas, y continuó :

- Pero este dolor no podia continuar; mi Emi- lia habia parecido; ¿no bastaba con tenerla delante de mis ojos? Pero dispensadme si me detengo ha- blándoos de mi... no lo habia notado.

- Sois la bondad personificada, dijo mi tia, y tendreis vuestra recompensa.

- Cuando mi Emilia huyó de la casa en que la tenia prisionera ese venenoso reptil que Mr. David conoce, y al que Dios confunda, prosiguió Mr. Da- niel, era de noche, una noche oscura, con un cielo estrellado. Emilia, en un acceso de delirio, recorrió la playa, creyéndose en Yarmouth, buscando nues- tra barca y gritando que volviésemos la cabeza, pues volvia á nosotros. El eco de su voz le parecia una contestacion, y aunque los guijarros de la pla- ya habian lastimado cruclmente sus piés, seguia corriendo sin' sentido. Amaneció un dia de lluvia y viento; Emilia habia caido sobre un monton de piedras, y una mujer que estaba á su lado le pre-