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DAVID COPPERFIELD.

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Mi tía le condujo á un pabellon.

guntaba, en el idioma del pais, lo que tenia. Emi- lia la reconoció, pues le habia hablado muchas veces en aquel sitio; es necesario advertir que aun- que corrió mucho durante la noche y se encontraba lejos de la casa donde estuvo, este sitio le era fa- miliar, pues habia recorrido toda la playa, ya á pié, ya en coche; la mujer que le prestaba sus cuidados la reconoció tambien, recordando que un dia Emilia habia dado algunos regalitos á sus hi- jos. La ayudó á levantarse y la recogió en su cho- za. Que el ciclo bendiga á esta buena mujer y å todos sus descendientes! Su marido estaba en el mar, y ella guardó el secreto sobre la extranjera, que cuidó durante algunas seanas, pues Emilia cayó enferma con una fiebre muy maligna que los sabios se explican indudablemente mucho mejor que yo y que le hizo olvidar el idioma del pais en que se hallaba. No podia explicarse mas que en inglés, desconocido para todos los que la rodeaban. Emilia recuerda como un sucño el tiempo que per- maneció alli, hablando su lengua natal, creyéndose en la costa de Yarmouth, diciendo que fuesen á advertir á su tio que se moria y que le suplicaba una sola palabra de perdon. Creia asimismo 'oir bajo las ventanas, ya la voz del hombre que que- ria haberla tenido prisionera, ya la del otro que la buscaba tambien; pero todo lo que oia ó veia era confusamente, como ensordecida por un ruido le- jano, deslumbrada por una rojiza claridad y sin saber si debia reir ó llorar. A este delirio siguió un sueño profundo que completó un despertar apaci- ble; ya no escuchaba mas rumor que el que pro- ducian las ondas del azulado mar; creyó aun por un momento estar en Yarmouth, un domingo por la mañana; pero el emparrado que cubria con sus pámpanos parle de la ventana, las colinas que