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DAVID COPPERFIELD.


— Juana Murdstone, ¿quereis callaros?
el hombre escondido. Peggoty pretendia que dormia con un ojo abierto.

El primer dia que se instaló se colgó de la campanilla al mismo tiempo que cantaba el gallo. Cuando bajó mi madre para almorzar y preparar el té, miss Murdstone le dió una palmadita en el carrillo, « su caricia de costumbre », diciendo :

— Mi querida Clara, bien sabeis que he venido aquí para evitaros todo trabajo, si eso puede ser. Sois muy linda y pizpireta... (mi madre se puso encendida, pero se sonrió mas satisfecha que no enfadada de aquel cumplimiento) para que os cuideis de un cargo que yo puedo llenar. Haced el favor de darme todas las llaves, querida mia.

Desde entonces miss Murdstone guardó todas las llaves en su saco de calabocero durante el dia y bajo la almohada por la noche; mi madre no se ocupaba de nada absolutamente; sin embargo, antes de dejarse arrebatar así toda autoridad, protestó enérgicamente. Una noche que miss Murdstone habia expuesto á su hermano cierto plan doméstico que obtuvo su aprobacion, mi madre se echó á llorar de pronto, y dijo que bien podia habérsela consultado.

— Clara, dijo Mr. Murdstone severamente, me llenais de asombro.

— ¡Ah! exclamó mi madre; Eduardo, os asombrais porque muestro firmeza, ¿pero en mi lugar qué hariais vos?

¡La entereza! hé ahí la gran virtud que era el caballo de batalla de miss Murdstone y de su hermano. Comprendia mas fácilmente que no me hubiera sido explicarlo que la entereza para ellos no era ni mas ni menos que la tiranía; pues llamaban entereza á cierto humor infernal, tan sombrio como arrogante. Convínose perfectamente entre ellos que