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DAVID COPPERFIELD.

y luego la diligencia : como habian desenganchado el tiro, los mozos la arrastraron y metieron en la cochera. Y á todo esto no venia nadie a reclamar al pobre niño que llegaba de Blunderstone, condado de Suffolk, cubierto de polvo.

Mas solitario que el mismo Robinson Crusoe, entré en la administracion así que me lo dijo el empleado, pasé detrás de un mostrador y me senté en la báscula que servia para pesar los equipajes de los viajeros.

Allí, mientras que examinaba los bultos, los baules, los registros, etc., respirando el perfume de una cuadra vecina, me asaltaron infinidad de reflexiones nuevas. ¿Cuánto tiempo podria pasar allí si nadie venia á reclamarme? ¿Consentirian en dejarme allí hasta que hubiese acabado con los siete chelines que poseia? Me tocaria la suerte de dormir encima de uno de los bultos de los viajeros? ¿Tendria que ir á lavarme por las mañanas á la fuente del patio? ¿O me echarian todas las noches á la calle, permitiéndome que entrase solo de dia para esperar á la persona que debia recogerme? Y sobre todo, ¿lo que me pasaba era una equivocacion ó negligencia intencionada? ¿Quién sabia si Mr. Murdstone habia inventado aquel plan para desembarazarse de mí? Así que se acabaran mis siete chelines ¿qué seria de mí? ¿Los dueños del Jabalí azul correrian el riesgo de verme morir de hambre en la administracion y se verian obligados á enterrarme á sus expensas? ¿Por qué no alejarme en seguida y regresar al lado de mi madre? Pero ¿cómo hallar mi camino? Y si llegaba, ¿quién me recibiria? No tenia seguridad en nadie mas que en Peggoty. Quizás haria mucho mejor sentando plaza de soldado ó de marinero... Pero ¿quién me aceptaria á mi edad? Nadie.

Estos pensamientos y otros mil parecidos me proporcionaron la fiebre, y me hallaba en el apogeo de mis siniestras aprensiones cuando entró un hombre que se dirigió directamente al empleado. Este fué y me cogió por el brazo de la báscula donde me hallaba sentado y me entregó al recien venido como lo hubiera hecho con un bulto ya pesado y registrado.

Al salir del despacho, de la mano de mi individuo, examiné á aquel hombre de elevada estatura, jóven aun, con los pómulos salientes y con la barba tan negra como la de Mr. Murdstone, aunque no tenia el pelo tan lustroso como este; su frac raido tenia las mangas muy cortas, el pantalon le llegaba al tobillo y su corbata blanca no brillaba precisamente por su blancura; en cuanto al resto de su ropa blanca no podia juzgársele, pues brillaba por su ausencia.

— ¿Sois el nuevo colegial? me preguntó.

— Sí, señor, respondí en la persuasion de que, salvo prueba en contrario, yo debia ser el colegial en cuestion.

— Yo soy un maestro del colegio Salem, añadió.

Saludéle respetuosamente y le seguí, no sabiendo á punto fijo si debia hablar á un personaje tan digno de una cosa tan vulgar como mi maleta. Así no me atreví á hacer alusion á ella hasta que nos hallamos á algunos pasos de distancia. Volvimos lo andado y el pasante dió algunas órdenes al empleado de las diligencias, relativas al mozo que iria á recogerla á la mañana siguiente.

— Dispensad, caballero, le dije á los pocos pasos, ¿está lejos el colegio?

— Mas allá de Blackheath, me respondió. Y comprendiendo que mis conocimientos geográficos no llegaban hasta tanto, añadió :

— A unas seis millas de distancia; pero iremos en diligencia.

Tan débil tenia el estómago, que me horroricé á la idea de tener que ayunar durante el trayecto de seis millas. Arméme de todo mi valor para decir á mi conductor que le agradeceria no poco si consentia en que comprase algo de comer. Pareció sorprenderse; y despues de haberme mirado bien y reflexionado mucho, exclamó :

— Tengo que ir á ver á una señora anciana que vive cerca de aquí: lo mejor será comprar pan y aquello que os plazca y almorzar en casa de dicha persona, que irá á buscarnos un poco de leche.

Buscamos, pues, una panaderia, y me decidí por un pan moreno que me costó seis sueldos. Despues entramos en una tienda, donde compramos un huevo y un pedazo de torrezno, gasto que me dejó aun algunos sueldos del chelin que cambié en casa del panadero. Hechas estas provisiones, atravesamos un barrio capaz de dar un vértigo á cualquiera á causa de lo poblado y bullicioso; pasamos por un puente, que debia ser el London-Bridge, y llegamos al domicilio de la mujer en cuestion, que habitaba en una casa de socorros fundada para veinte y cuatro pobres, segun la inscripcion grabada en el frontispicio de la puerta principal.

El pasante del colegio Salem levantó el picaporte de una de las puertecillas de aquella casa,