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DAVID COPPERFIELD.

no tenia nada de particular que así fuera si se piensa en la agradable voz que poseia nuestro compañero, en su aire distinguido, en su rizada cabellera y en sus modales corteses.

¿Y qué decian de Mr. Mell? Que no era un hombre malo, pero que no tenia ni un sueldo y que su madre era mas pobre que Job. Recuerdo mi almuerzo en aquella casa-asilo de beneficencia y aquella anciana que habia llamado á Mr. Mell mi Cárlos; pero soy feliz pudiendo añadir que respecto á esto no dije ni una sola sílaba.

Toda aquella conversacion se prolongó mucho despues del banquete. Luego cada convidado se fué á su cama : solo quedábamos Steerforth y yo: mi protector me dijo al retirarse:

— Buenas noches, amigo Copperfield, ya cuidaremos de vos.

— Sois sumamente bueno, respondíle con gratitud; buenas noches.

Confieso que me tuve por muy feliz en que me protegiera un chico que tanto ascendiente tenia sobre los demas. ¿Quién me habia de decir que un dia?... Pero aquí cuento solo mis recuerdos de colegial.

Las clases empezaron sériamente á la mañana siguiente. Recuerdo qué impresion me produjo el inmenso vocerío que se oia en la sala de estudio y el silencio sepulcral que sucedió de repente á aquella gritería. Despues del almuerzo vimos aparecer á Mr. Creakle... paróse en la puerta y echó una mirada, como el gigante del cuento al pasar revista á sus esclavos.

Tungay estaba al lado de Mr. Creakle. Se me figura que hubiera podido dispensarse de gritar con un acento tan feroz: « ¡Silencio! » pues todos permanecíamos callados é inmóviles.

Vimos que Mr. Creakle movia los labios, y oimos á Tungay un discurso, que es este, poco mas ó menos :

— « Así, pues, discípulos, ya estamos en un segundo semestre. Atencion, y escuchad lo que en él debeis hacer. Os aconsejo que os apliqueis al estudio, pues por mi parte yo me aplicaré al castigo. No mostraré la menor debilidad, no; por mas que os froteis no se borrarán los cardenales que os marcaré en el pellejo; así, pues, cada cual á sus quehaceres. »

Despues de un exordio tan formidable, Mr. Creakle se acercó á mi banco y me dijo que si mi fama consistia en morder, él no era menos célebre en morder á su manera.

Enseñándome su baston me dijo:

— ¿Qué tal os parece este diente?... ¿está bien puntiagudo? ¿Creeis que puede hacer buena presa?

Y cada una de estas preguntas iba acompañada de un bastonazo que me hacia estremecer de piés á cabeza. No tardé en ser, como decia J. Steerforth, uno de los caballeros de Salem-House, gracias á esta correccion.

Participé tan señalada y particular muestra de distincion con otros varios. Mr. Creakle, al dar la vuelta alrededor de la sala, se paraba delante de cada discípulo, y la mayor parte, los pequeños sobre todo, tenian la honra de que el baston acariciase sus espaldas. Temeria que se me creyese exagerado si dijese que la gran mayoría demostró á los demas, con sus gritos y llantos, que Mr. Creakle volvia de los baños de mar mas tirano que nunca.

Creo que ningun maestro de escuela haya gozado de su profesion con una fruicion parecida á la de Mr. Creakle.

Zurrar á los chicos era una necesidad para él, un apetito de que no podia dispensarse. No resistia al placer de abofetear á un chico carrilludo; un par de mofletes colorados ejercian en él una verdadera fascinacion : mirábalos por la mañana con una envidia tentadora, y no se pasaba el dia sin que él hubiese hallado la ocasion de procurar al reverso de su mano un encarnado mas subido.

Puedo hablar con conocimiento de causa; pues mis mejillas eran abultadas. No puedo pensar ahora mismo en Mr. Creakle sin experimentar una indignacion desinteresada, que me sublevaria si hubiera podido conocerle sin haberle pertenecido; pero me indigno porque sé la incapacidad que se unia á aquella brutalidad, en aquel hombre, tan poco á propósito para dirigir niños como para ser almirante ó general en jefe, — dos cargos en los cuales hubiera sido mucho menos perjudicial de seguro que en el de director de un colegio.

Y nosotros, infortunadas víctimas de un ídolo implacable, ¡con cuánta abyeccion no tratábamos de calmarle!... ¡Qué vergüenza! Hoy comprendo, ¡qué vergüenza y qué degradacion, aun para niños, someterse tan servilmente á un hombre de tan excaso mérito!

Aun recuerdo cuando, sentado á mi pupitre, espiaba humildemente su mirada, mientras él trazaba líneas en el cuaderno de una víctima que enjugaba sus ojos. Una doble hilera de niños espiaba, como yo, aquella mirada funesta con la misma ansiedad,