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DAVID COPPERFIELD.

no sabiendo á quién le va á tocar el turno. Creo, en verdad, que, á pesar de su fingida indiferencia, nos acecha á su vez y goza malignamente de aquella cruel fascinacion que ejerce sobre sus tiernas víctimas : adivínase en su mirar torcido, y en breve, habiendo escogido otro culpable : « ¡Venid aquí! » le dice. El desgraciado obedece, tartamudea algunas palabras para excusarse y promete enmendarse al dia siguiente. Mr. Creakle le lanza una pulla antes de zurrarle y nosotros nos echamos á reir... como cobardes, reimos, pálidos y temblorosos.

Sentado á mi pupitre cierta tarde abrasadora de verano, recuerdo que me quedé dormitando al oir alrededor de mí el zumbido de unos moscardones; hubiera dado cualquier cosa por poder dormir; pero Mr. Creakle acaba de entrar, mi ojo investigador le sigue, pero por fin sucumbo y mi cabeza cae, y me quedo dormido encima del libro, creyendo observarle siempre en medio de mi sueño; él, sin embargo, se acercó traidoramente por detrás y de un bastonazo me despertó.

Héme aquí en el patio donde se juega, no pudiendo distinguirle, pero con la íntima conviccion que no me pierde de vista. A poca distancia se halla la ventana de la habitacion donde sé que se halla comiendo; aquella ventana me fascina. Si muestra su faz á través de los cristales, la mia toma una expresion de sumision. Si la ventana se abre, todos los colegiales, hasta el mas atrevido, — excepto Steerforth, — interrumpen el juego mas animado.

Cierto dia, Traddles — el chico que mas suerte ha tenido en este mundo — rompió con la pelota un cristal de aquella ventana. Aun tiemblo al recordar tan terrible accidente, como si la pelota hubiese tocado en la sagrada frente de Mr. Creakle.

¡Pobre Traddles! el mas alegre y miserable á la vez de todo el colegio, estaba, como si dijéramos, predestinado á la paliza. Creo que no se pasó ni un solo dia de aquel semestre sin que la recibiese, excepto un lunes que escapó bien, pues no le dieron mas que unas palmetas. Traddles tenia un tio: siempre estaba diciendo que iba á escribir á su tio para quejarse; pero el caso es que no lo hacia nunca. En cambio, despues que escondia su cabeza un momento entre sus manos, la erguia, volvia á tomar su aire jovial, y antes de que estuviesen enjutas sus lágrimas se ponia á pintar monos en su pizarra. Al principio no podia explicarme qué placer hallaba Traddles en dibujar esqueletos, y durante algun tiempo se me figuró que era una especie de ermitaño que con aquellos emblemas de nuestra vida mortal trataba de tener presente que los palos no pueden durar siempre; pero se me figura que designaba con preferencia aquellos muñecos porque eran mas faciles, no exigiendo variedad alguna en la fisonomia.

Por otra parte, Traddles era un muchacho lleno de pundonor, creyendo que el deber inviolable de los condiscípulos era no hacerse jamás traicion unos á otros. En mil ocasiones semejante sentimiento le costó caro, sobre todo una vez : Steerforth se habia reido en la capilla, y el sacristan, creyendo que habia sido Traddles, le echó de su banco. Aun me parece verle salir bajo la custodia del sacristan, en medio de los fieles escandalizados. Jamás quiso decir quién habia sido el verdadero culpable, por mas que le castigaron al dia siguiente y pasó varias horas en el encierro, de donde salió con todo un cementerio de esqueletos dibujados en el forro del diccionario latino. Pero tuvo su recompensa : Steerforth declaró que Traddles no tenia nada de gallina, elogio que todos nosotros apreciamos en su justo valor. En cuanto á mí, puedo asegurar que, á pesar de ser mucho mas jóven que Traddles, me hubiera expuesto á muchas cosas por merecer un elogio semejante.

Agradábame el espectáculo de ver á Steerforth ir delante de nosotros al oratorio, dando el brazo á miss Creakle. No era esta, para mí, tan bonita como Emilia, y no la queria, — verdad es que no me hubiera atrevido; — pero se me figuraba que era una jóven de gran atractivo y de una distincion superior. Cuando Steerforth, vestido de pantalon blanco, llevaba su sombrilla, me sentia orgulloso en conocer á Steerforth, y comprendia que ella debia amarle sin remedio.

Mr. Sharp y Mr. Mell aparecian á mis ojos como dos personajes notables; pero Steerforth era con respecto á Mr. Sharp y á Mr. Mell lo que el sol con respecto á dos astros secundarios.

Sleerforth continuó protegiéndome, y su amistad me fué muy útil, pues nadie se atrevia á molestar á sus protegidos. No lo hacia contra las crueldades de Mr. Creakle; pero ¿hubiera podido hacerlo? Sin embargo, cuando se me trataba con mas crueldad que de ordinario, me decia que yo necesitaba un poco de su energia, y que en mi lugar no se dejaria tiranizar así.