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DAVID COPPERFIELD.

— Ya lo ois, Mr. Mell, dijo; tened la bondad de desmentir esto delante de toda la clase.

— Señor, respondió Mr. Mell en medio de un profundo silencio, no tengo nada que desmentir; lo que ha dicho es verdad.

— Entonces, sed suficientemente bueno, prosiguió Mr. Creakle echando una mirada al rededor de la sala, para declarar públicamente que por mi parte ignoraba hasta ahora semejante cosa.

— Se me figura que no lo sabiais positivamente, replicó Mr. Mell.

— ¿Nada mas que positivamente?

— Quiero decir que no habeis sospechado nunca que mi situacion fuese excesivamente ventajosa. Bien sabeis qué cargos desempeño aquí.

— Ya que hablais de eso, dijo Mr. Creakle hinchándosele cada vez mas las venas, temo que hayais tomado mi colegio por una escuela de caridad. Mr. Mell, creo que debemos separarnos, y cuanto antes mucho mejor.

— Mas pronto, será ahora mismo, replicó Mr. Mell.

— A vuestro gusto, añadió Mr. Creakle.

— Me despido de vos, Mr. Creakle, y de todos vosotros, mis queridos discípulos, dijo Mr. Mell echando una mirada alrededor y dandome nuevos golpecitos en el hombro. Steerforth, el mejor deseo que puedo dejaros al partir, es que llegue un dia en que os avergonceis de lo que habeis hecho hoy. En cuanto á ahora, no os querria como amigo, ni como amigo de las personas que me interesan.

Apoyó por última vez la mano encima de mi hombro, luego, cogiendo su flauta y algunos libros de su pupitre, se marchó del colegio con todo su equipaje debajo del brazo. Mr. Creakle pronunció entonces un discurso por el órgano de Tungay, agradeciendo á Steerforth que hubiese defendido (aunque quizás muy calorosamente) la independencia y consideracion de Salem-House : acabó dando un apreton de manos á Steerforth, y lanzamos tres gritos... Aquellos tres gritos eran tambien en obsequio de Steerforth, al menos esa fué mi intencion, á pesar del penoso sentimiento que embargaba mi alma. Por fin, Mr. Creakle sacudió algunos palos á Traddles, para castigarle porque lloraba en vez de aplaudir como los demas la marcha de Mr. Mell.

Despues de esta ejecucion, volvió á su lecho ó á su sofá.

Abandonados así á nosotros mismos, cambiamos miradas poco triunfantes. En cuanto á mí, experimenté tal remordimiento por lo que habia sucedido, que creo que me hubiese echado á llorar como Traddles, á no ser por el temor de que creyesen que abandonaba la causa de mi amigo Steerforth... ó mejor dicho mi protector, si pienso en la diferencia de edades. Se enfadó mucho con Traddles, y le dijo que se alegraba mucho que se hubiese presentado una ocasion para conocerle.

El pobre Traddles, que trataba de distraerse de los últimos golpes que acababa de recibir al dar vida y ser á una nueva familia de esqueletos, segun su costumbre, respondió que no le importaba nada la opinion de Steerforth y que creia que Mr. Mell habia sido tratado de un modo infame.

— ¿Y quién le ha tratado infamemente, especie de holgazanzuelo? le dijo Steerforth.

— Vos mismo, replicó el otro.

— ¿Y qué habia hecho yo á Mr. Mell?

— ¿Que qué le habiais hecho? replicó Traddles; habeis herido su amor propio y le habeis quitado su colocacion.

— Su amor propio, respondió desdeñosamente Steerforth; su amor propio se curará bien pronto, estad seguro; no es como el vuestro, señorito Traddles; en cuanto á su empleo... famoso empleo, ¿no es esto? ¿Creeis que no voy á escribir á mi madre para que se le dé una indemnizacion?

Hallamos que Steerforth tenia nobles intenciones : la madre de mi condiscípulo era una señora viuda, muy rica, que, segun decian, no rehusaba nada á su hijo. Acabamos por alegrarnos mucho que respondiese á Traddles de aquel modo, y subimos á Steerforth al quinto cielo, — sobre todo cuando se dignó declararnos que lo que habia hecho era en interés nuestro.

A pesar de todo lo que me dijo, lo que es aquella noche, en tanto que contaba una historia en la oscuridad del dormitorio, se me figuró oir mas de una vez la flauta de Mr. Mell que resonaba melancólicamente, y cuando Steerforth se durmió, sufrí mucho al cerrar los ojos para querer dormirme, pues pensaba que probablemente el desgraciado preceptor buscaba algun sitio en que consolarse con su querido instrumento.

Olvidéle, sin embargo, á fuerza de admirar á Steerforth que, hasta que llegó su sucesor, le reemplazó con el aire de confianza de un aficionado, sin la ayuda de un libro, como si lo hubiese sabido todo de memoria.