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DAVID COPPERFIELD.

prohibida. Me detestaban, apenas me miraban, ó si lo hacian era con ojos que me llenaban de espanto. Se me figura que Mr. Murdstone no estaba del todo bien en sus negocios; pero á ser millonario, no por eso me hubiese querido mas; se me figura que le estorbaba mi presencia, pues le recordaba que tenia ciertos deberes que cumplir conmigo... y se salió con la suya.

No me maltrataban, ni pegaban, ni tampoco me privaban de comer; pero era la víctima de un frio y sistemático abandono. ¿Qué hubieran hecho conmigo si hubiese caido enfermo? Puede casi asegurarse que me habrian abandonado en mi cuarto y habria muerto por falta de cuidados.

Cuando Mr. y mistress Murdstone vivian en casa comia con ellos, y solo, cuando se ausentaban. Verdad es que tenia libertad para pasearme por todas partes, á condicion que evitase las personas que pudieran interesarse por mí... Temian sin duda que me quejase, y que el recuerdo de mi madre ó de mi padre no me diese un protector, por lo cual aceptaba muy raramente las invitaciones que asiduamente me hacia Mr. Chillip. Sin embargo, de cuando en cuando pasaba alguna tarde en su gabinete de cirujía, leyendo allí, como en todas partes, pues afortunadamente habia conservado la pasion por los libros : cuando no leia trataba de ser útil majando algunas drogas en un mortero, bajo la direccion del buen Esculapio.

Como el odio que habian mostrado á Peggoty desde un principio continuaba, rara vez me dejaban ir á verla. Fiel á su promesa, ella venia á verme ó me encontraba en algun lado todas las semanas, y nunca con las manos vacias.

Despues de negarse y regañar, acabaron por dejarme ir á pasar algunos dias á Yarmouth, aunque de tarde en tarde. Allí supe el defecto de Mr. Barkis : era un poco avaro, ó un poco roñoso, como decia Peggoty, que, á fuer de esposa respetuosa, no hubiese querido emplear la primera palabra al hablar de su marido.

A Mr. Barkis le gustaba ahorrar : reunia su pacotilla en un cofre colocado debajo de su cama, y que, segun él, contenia harapos. Para sustraer de aquel cofrecillo el dinero necesario para el gasto de la semana, Peggoty estaba reducida á una porcion de artificios y escaramuzas.

Ya he dicho que habia conservado mi pasion á la lectura : hubiera sido completamente desgraciado sin la biblioteca de mi padre. Los libros, mis fieles amigos, me hallaron fieles como ellos. Los leia y releia siempre con un nuevo placer.

Por fin, un episodio vino á variar aquella monótona existencia. Estaba destinado á una nueva prueba, y hé aquí cómo se presentó:

Fuíme una mañana á soñar tranquilamente, segun costumbre : volvia poco á poco de mi solitaria escursion, cuando al revolver una de las callejuelas de Blunderstone, hallé á Mr. Murdstone, en compañía de otro caballero.

— ¡Ah! es Brooks.

— Dispensad, caballero, respondí, soy David Copperfield.

— No tal, replicó él; sois Brooks, Brooks de Sheffield. Ese es vuestro nombre.

Creo que el lector recordará el paseo que dí un dia con Mr. Murdstone por Lowestoft, el encuentro con sus dos amigos y el nombre que me pusieron para poder hablar de mi á su antojo y reirse de mi inocencia.

Miré atentamente á aquel señor que persistia en llamarme Brooks, y reconocí á Mr. Quinion.

— ¿Qué tal estais, Brooks? ¿en qué colegio os hallais? me preguntó Mr. Quinion, apoyando la mano en mi hombro para que me detuviera y haciéndome dar vueltas como un trompo. No sabia qué responder, y mis ojos interrogaron tímidamente los de Mr. Murdstone, que contestó por mí:

— Por el momento está en casa : no va á ningun colegio. No sé qué hacer con él; es una cosa tan difícil...

Y acompañó sus palabras de una mirada tan severa que me dió miedo: luego separó su vista de mí y arrugó el entrecejo para demostrar su aversion.

Traté de librarme de la mano que pesaba siempre sobre mi hombro; pero Mr. Quinion hubiera querido prolongar la entrevista.

— Supongo que continuais siendo tan inteligente como en otro tiempo, me dijo.

— Sí, sí, no tiene nada de tonto, respondió Mr. Murdstone con impaciencia : mejor hariais en dejarle marchar; no creais que os agradezca el que le detengais.

A esta insinuacion, Mr. Quinion me soltó y yo me eché á correr en direccion á la casa : antes de tomar la callejuela que conducia á la verja del jardin me detuve, y al volver la cabeza ví á Mr. Murdstone apoyado en la puerta del cementerio,