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DAVID COPPERFIELD.

tutriz, ninguno venia á quedarse, y, lo que es peor, nada revelaba que esperaban sériamente á alguno. Las únicas visitas que encontraba ó de que oia hablar eran acreedores. Estos venian y volvian á cada instante, y algunos de ellos se mostraban verdaderamente feroces. Uno de ellos que tenia una cara mas negra que una chimenea y un aspecto sombrio, un zapatero, segun creo, se instalaba todas las mañanas á las siete en el corredor al pié de la escalera, desde donde gritaba á Mr. Micawber :

— Vaya, salid, ya sé que estais arriba. Pagadnos. ¿Quereis ó no pagarnos... decid? ya sé que me oís, aunque calleis.

Como no por eso se le respondia, aquel zapatero feroz cambiaba de tono y prorumpia en los mayores denuestos : Ladrones, pillos. Luego, exasperado con el silencio, atravesaba la calle, se apostaba en la cera de enfrente, y allí vociferaba mirando al piso segundo, donde sabia que habitaba Mr. Micawber. En semejantes casos, el pobre corredor, mortificado y desesperado, amenazaba suicidarse con una navaja de afeitar, cosa que supe una mañana al oir los gritos que lanzaba su mujer. Pero al cabo de dos horas, aquel desgraciado deudor, volviendo en sí, se ponia á limpiarse las botas, y en seguida salia tarareando una cancion, con su dignidad y cortesania de costumbre. El humor de mistress Micawber era tan elástico como el de su marido : la he visto desmayada á las cuatro al recibir una citacion judicial, y una hora despues comer unas costillas asadas y beber un vaso de cerveza, almuerzo que costó empeñar dos cucharillas de café. Así que llegaba la noche, despues de atusarse un poco el pelo, iba sucesivamente de uno al otro gemelo ; me ofrecia un asiento á su lado, delante de la lumbre, y allí me contaba sus historias de cuando soltera, y de la sociedad escogida que acudia á la casa paterna.

En el seno de aquella familia pasaba mis ratos de ocio. Me procuraba por mi mismo mi almuerzo, que se componia de un penique de leche, y otro tanto de pan. Guardaba otro panecillo y un pedazo de queso dentro de un armario, para cenar por la noche así que regresaba. Sustraíalo de los seis ó siete chelines de mi jornal, y con el resto era preciso que me mantuviese toda la semana.

Convendrán conmigo que debia correr no pocos riesgos obrando así, pues desde el lúnes por la mañana hasta el sábado por la noche, no me alentaban, ni recibia consejos, consuelos ó ayuda ninguna.

Tan jóven, tan desprovisto de toda experiencia, no se asombrarán que cediera á ciertas tentaciones. Olvidándome de que yo solo tenia que mirar por mi sustento, me sucedió dos ó tres veces que al ir al almacen me detuve delante de un pastelero, y seducido por los pasteles ya rancios, gasté lo que hubiera debido guardar para mi comida. Aquellos dias comia de memoria, ó bien compraba un panecillo de un penique, ó un pedazo de pudding con pasas de Corinto, segun el estado de mis fondos. Cuando comia regularmente, era un pedazo de ternera, ó de buey asado, que iba á buscar yo mismo á casa del pastelero; otras veces me contentaba con un pedazo de queso y un vaso de cerveza que tomaba en un miserable tabernucho conocido con el nombre de Leon.

Recuerdo que un dia, con un pedazo de pan debajo del brazo, envuelto como si fuese un libro, entré cerca del teatro de Drury-Lane, en casa del celebre fondista del Buey á la moda, y pedí una racion de tan suculento plato. Al ver un parroquiano de mi estatura, el mozo empezó por mirarme con asombro, y en seguida fué á buscar á su compañero, para que participase de su asombro ó admiracion. Díle medio penique de propina, y maldita la vergüenza que tuvo aceptándolo.

Otra vez, mi atrevimiento me valió un admirador mas concienzudo; — era una tarde en que hacia mucho calor : no sé por qué circunstancia me pareció que podia permitirme un excesillo; quizás era el aniversario de mi nacimiento; entré en una tienda de licores, y le dije al amo :

— ¿Cuál es vuestra mejor cerveza, — de calidad superior? ¿y cuánto cuesta el vaso?

— La verdadera stunning ale vale tres peniques el vaso, respondió el tabernero.

— ¡Corriente! le dije dándole tres peniques, echadme un vaso de la verdadera stunning ale, y que se derrame la espuma.

El amo me miró de piés á cabeza con una extraña sonrisa, y, en vez de servir la cerveza, volvió la cabeza y dijo algunas palabras á su mujer, que estaba sentada detrás de él: su mujer se levantó y ambos me contemplaron un momento; me encontraba confuso. Hiciéronme varias preguntas. ¿Cuántos años tenia? ¿Cómo me llamaba? ¿De dónde venia? etc., etc. Piquéme de discreto, y me acuso de haber inventado alguna historia que satisfizo al matrimonio, pues el tabernero se decidió á llenar mi vaso de una cerveza que sospecho no era