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DAVID COPPERFIELD.

La huérfana de San-Luc y yo nos hallábamos solos.

El domingo último me invitaron á comer. Regalé un caballo de madera al niño Wilkins y una muñeca á Emma. Tambien dí un chelin á la pobre huérfana que debia volver al asilo de beneficencia.

El dia se pasó alegremente, por mas que la idea de una próxima separacion venia á turbar nuestro contento.

— Amigo mio, me dijo Mr. Micawber, pues sois mi amigo y no un huesped... tengo sobre vos una ventaja, la experiencia, y, esperando dias mejores, es preciso que os ofrezca todo lo que hoy por hoy me es dado ofreceros; esto es, un consejo. ¡Ay! ¡ojalá lo hubiera seguido yo mismo!...

— ¡Amigo mio! le dijo su mujer con un aire que le suplicaba cariñosamente que se evitase todo reproche.

— No, no, continuó Mr. Micawber; he sido un miserable. Hé aquí mi consejo : no dejeis para mañana lo que podais hacer hoy. El retraso es un ladron que nos hurta mucho tiempo; echadle mano.

— ¡La máxima de mi pobre papá! observó mistress Micawber.

— Amiga mia, dijo M. Micawber, vuestro padre era un hombre cabal en su género. Jamás olvidaré que prestó fianza por mí varias veces. Sí, todo bien considerado... sin igual... pues á su edad podia leer sin anteojos... Pero la máxima que he citado, él la aplicó á nuestro enlace, mi querida amiga, y en consecuencia se hizo tan de prisa, que aun no me he resarcido de los gastos. No quiero decir con esto que me pese, querida mia, añadió mirando á su mujer y sonriendo, para probarla que solo habia querido usar una broma, y sin esperar á que ella le respondiera, que así lo habia comprendido, continuó :