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DAVID COPPERFIELD.

llevarlo al despacho de la diligencia de Douvres y os daré seis peniques.

— ¡Convenido! replicó el chico echando á andar con la carreta tan aprisa que apenas podia seguir al burro.

No sé qué tenia aquel muchacho en sus modales, pero el caso es que no me daba muy buena espina : como el trato estaba cerrado, no habia mas que hablar; le conduje conmigo hasta mi cuarto. Bajamos el baul y le colocamos en el carro. No quise clavar el rótulo en el baul, por miedo á un vecino curioso que me estaba viendo; así le dije á mi conductor :

— Haced el favor de esperarme al volver la esquina.

Pero no bien acabé de pronunciar estas palabras, el jóven, el carro, el burro y la maleta salieron como alma que lleva el diablo, y no pude alcanzarlos hasta enfrente del patio del Banco del Rey.

Allí, aun no repuesto de mi carrera precipitada, dejé caer al suelo mi media guinea al sacar del bolsillo mi rótulo, y mientras le pegaba con mano temblorosa, guardé entre los dientes, para mayor seguridad, la moneda de oro.

De repente me dieron un puñetazo en la barba, abrí la boca y mi dinero fué á parar á la mano de aquel pillete.

— ¡Ola! ¡ola! me dijo cogiéndome por el pescuezo; este es un caso de policía correccional. ¿Queriais guardar en seguro vuestro robo? A la policía, pillete, á la policía.

— Devolvedme mi dinero y dejadme, le dije en medio del mayor espanto.

— A la policía, repetia el jóven, á la policía; allí probareis que todo esto os pertenece.

— Devolvedme mi dinero y mi baul, le dije echándome á llorar.

— ¡Nada, nada! ¡á la policía!

El jóven aquel no encontraba otra respuesta, empujándome hácia su burro, como si entre este y un magistrado existiese alguna afinidad; pero de repente cambió de idea, se subió al carro, arreó al burro y salió aun mas de prisa que antes, diciendo que iba á la policía.

Corrí tras él, pero no tenia fuerzas para gritar, y aun cuando las hubiera tenido, quizás no lo hubiera hecho.

Estuve á punto de que me atropellaran mas de veinte veces los carruajes que encontraba : unas veces veia á mi ladronzuelo, otras le perdia de vista, aquí recibiendo un latigazo de un cochero, allí cayendo en el arroyo, levantándome y precipitándome en los brazos de un transeunte ó contra el pié de un farol. Por fin, muerto de miedo y de calor, temiendo que Lóndres entero se pusiese en mi persecucion, dejé que el ratero se escapase á dónde le pareciese mejor con mi dinero y mi baul. Conocí entonces que me hallaba en las afueras de la ciudad, camino de Greenwich, que sabia se hallaba en el tránsito de Douvres; extenuado, llorando, pero sin pararme, continué caminando para llegar, si podia, á casa de mi tia miss Betsey, hallándome exactamente, salvo lo puesto, lo mismo que el dia en que vine al mundo.


XII
CONSECUENCIAS DE MI RESOLUCION.

Una vez en el camino de Kent, y habiendo renunciado á perseguir al ladron de mi maleta y mi guinea, no pensaba detenerme hasta llegar á las puertas de Douvres; pero llegó el momento en que mi fatiga hizo traicion á mi último esfuerzo, y fuí á sentarme en la escalinata de la terraza de una casa. Me acuerdo que en medio habia un pilon y un disforme triton de piedra soplando en una concha marina. Allí se calmó un poco mi agitacion, y despues de haber llorado mientras descansaba, me levanté al oir sonar las diez.

La noche era espléndida, afortunadamente. A pesar de mi desdicha no pensé en volverme atrás, y aun cuando una avalancha de nieve me hubiese cerrado el camino, estaba resuelto á seguir adelante.

Me puse, pues, en marcha; pero mi inquietud se aumentaba al reflexionar que poseia, ni mas ni menos, tres peniques, esto es, treinta centavos, y aun estaba admirado de poseer tanto, pues aquel dia era sábado.

Empecé á figurarme el efecto que causaria en los lectores de los periódicos la noticia que me habian encontrado muerto de hambre á orillas de un camino.

Poco despues pasé por delante de una tienda en cuya vidriera habia un rótulo que decia que allí se