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DE MADRID A NAPOLES

galerías, fuera interminable su mera enumeración. Allí se ven sarcófagos griegos, bajo-relieves bizantinos, sepulcros romanos, centenares de estatuas labradas por los primeros maestros de Pisa , medallones con bustos de personajes célebres, lápidas conmemorativas, monumentos de mil clases, traídos de diferentes países por la audaz República y destinados á guardar las cenizas de los Písanos ¡lustres: — ora una sencilla urna , ora un grandioso mausoleo, aquí una preciosa columna antigua, allí fragmentos de altares paganos; todo en confusión y desorden, atestiguando juntamente la belleza y la destrucción, la presencia del hombre en los siglos y la constante victoria del tiempo sobre el hombre.... — Tal es aquel Museo vivo; aquella Ciudad muerta. — ¡Nada tan patético ni tan romántico como semejante lugar!

Figuraos ahora el cielo azul tras las caladas ojivas, las estatuas yacentes de las damas góticas, las fantásticas pinturas de las paredes, la tierra santa que hollaban mis píes, el silencio y la soledad que reinaban en los claustros, los nombres escritos en los sepulcros, la muerte y el abandono actual de Pisa y todas las demás tristes y religiosas imágenes que cruzarían por mi mente, y podréis comprender la profunda emoción con que recuerdo y recordaré eternamente las horas que pasé en aquel recinto.

Ni fué esto todo. — Al asomarme á una Capilla que hay á la mitad de la Galería del Norte, vi en el suelo un féretro forrado de terciopelo negro, sin blandones ni guardianes; pero llamante todavía...

— ¿Qué gran pisano ha muerto? pregunté al conserje.

— No es un pisano, (me respondió aquel hombre con desden). Es el Príncipe de Siracusa. La Ciudad de Pisa lo ha depositado en este lugar, en tanto que el ex-Rey de Nápoles le designa sepultura.

— ¡Noble hospitalidad, por cierto! (pensé yo). ¿Cuándo hubiera soñado el Príncipe reposar, aunque sólo fuese unos pocos días, entre tan grandes hombres ?

Y, en verdad sea dicho, aquel muerto, desheredado de una tumba, olvidado en tierra extraña, y á quien se creía demasiado grande para ocupar una fosa cualquiera, y demasiado pequeño para reposar en el Campo-Santo de los héroes, movióme á piedad y lástima, y no pude menos de compadecer también los adversos destinos de tantos otros príncipes y magnates de Italia como están siendo víctimas de sus lamentables errores y de las vicisitudes de la suerte.

Con estos pensamientos me dirigí al Campanile, última ya de las maravillas que encierra la Plaza del Duomo; pero maravilla tan grande, que asombra y pasma al viajero, áun después de haber contemplado las que acabo de describir.

La Torre inclinada de Pisa no asusta tanto como las de Bolonia; lo cual no consiste en que su inclinación sea menor que la de éstas, ni en que su estructura no es tan compacta ; sino en que es extraordinariamente bella como obra de arte. — Resulta , pues , que , al considerar su