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DE MADRID A NAPOLES

En la Slorta mudamos tiro por última vez.

Son las doce... Estamos á dos leguas de la Puerta del Popolo , por donde entraremos en la Córte de los Papas.

Sigue reinando la soledad sobre la muerta campiña. Nada nos revela que estamos próximos á una gran Capital. — Pero la multiplicación de las ruinas nos dice claramente que nos acercamos á Roma.

Pasamos cerca de unos hundidos muros... — Es la villa de Ovidio.

Allá se vé un destrozado mausoleo... Llámase vulgarmente la Tumba de Neron. — Es el Sepulcro de Publius Vibius Marianus.

Bifurcamos una gran carretera... — Es la Via Flaminia.

Llegamos á las orillas de un amarillento rio, y lo pasamos sobre un magnífico Puente... — ¡Es el Tiber!

El Puente se llama hoy Ponte-Molle. — Hace dos mil años se llamaba Pons Milvius. — En él detuvo Ciceron á los embajadores de los Alobroges, de aquellos otros hijos de Saboya. — En él venció Constantino, despues de haber visto la Cruz en los aires , al feroz tirano Magencio , que se ahogó en esas aguas. — En él se defendieron heróicamente los romanos, manda- dos por Garibaldi, contra el ejército francés que destruyó la República de Roma en 1849...

¡Salud al Tiber! — No: no fue en esas aguas donde se ahogó el tirano Magencio: fue en otras que pasaron: y ¡cuántas han pasado desde entonces!

Nuestro Quevedo lo ha dicho, contemplando estas ondas: — mientras que los alcázares y los templos se hunden y desaparecen,

<<lo fugitivo permanece y dura!>>

Las colinas se suceden tambien como las olas. La tierra sigue siendo un páramo silencioso. La ceniza de tantas generaciones ha convertido en un cadáver á la fatigada naturaleza. — ¡Pero qué fúnebre respeto, qué solemnidad, qué severa melancolía trasmite al alma este desierto donde ha existido un mundo!...

Ya volvemos á ver la Cúpula de San Pedro.

Ya descubrimos algunas Torres...

Ya divisamos unos Montes cubiertos de pinos y cipreses...

Todo esto sale de entre unos valles en que queda escondida Roma, como las antiguas necrópolis.

Mi corazon se calma y se engrandece, poseido de una santa tristeza, cual si estuviese á la vista de un mudo cementerio.

<<¡Roma!>> dice monótonamente una religiosa voz en lo íntimo de mi alma. — <<¡Roma!>> repiten maquinalmente mis labios.

Y el cúmulo de mis pensamientos, de mis recuerdos , de mis emociones me abruma de tal modo, que no acierto á fijarme en ninguna idea, á pronunciar otra palabra.

Un poco antes de avistar las murallas cuyo lugar marcó el arado hace