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DE MADRID A NAPOLES


En la plaza de la Magdalena, donde él vivia, tomamos un carruaje de alquiler.

— Al ferro-carril del Oeste , dijo Uonconi,

Mi curiosidad subia de punto. ¿Íbamos á esperar á alguien? ¿Tenia aquello algo que ver con mis aventuras en casa de Mauricio?

Ronconi se reia.

A eso de las ocho llegamos á la estacion. Mi amigo tomó unos billetes en el despacho, sin que yo oyese para qué punto; dijome que lo siguiera, y entramos en un tren que se disponía á partir.

¿Qué significaba aquel viaje de frac y corbata blanca? — Yo pensé mil disparates. Pensé en la Malmaison pensé en Bongival y en el suicida; pensé no sé cuántas cosas... — ¡Y mi amigo no me despenaba !

Asi corrió el tren como unos cinco kilómetros, en cosa de medio cuarto de hora.

Paróse luego, y los empleados de una estación gritaron: ¡Passy! ¡Passy! ¡tres minutos!

Ronconi me indicó que habíamos llegado.

Echamos pié á tierra; partió el tren, y nos quedamos solos y á oscuras en mitad del campo.

Yo estaba en mis glorias. — Convendréis conmigo en que la aventura era singularísima. — Ronconi se orientó como pudo, y anduvimos un poco tiempo bajo los árboles por un piso de menuda arena. — Luego entramos en un jardin que lindaba con una recia muralla, que no era sino la muralla de París. — Allí había ya algunos faroles de gas.

— Observarás que este jardin, me dijo Ronconi, tiene la figura de un piano de cola.

Era verdad.

Pasamos una verja de hierro, y entonces apareció ante nuestros ojos un gracioso hotel ó palacio de pequeñas dimensiones, cuya artística fachada se perfilaba á la luz de dos enormes candelabros que había delante de la puerta.

Ronconi seguia implacable. — Yo presentía algo estraordinario. El grande artista no podía darle tanta importancia á un acontecimiento vulgar.

Entramos.

Al pasar la puerta empezaba el gran lujo de la casa. Indudablemente, la recepción era en el piso bajo. Criados muy elegantes se apoderaron de nuestros abrigos, y otro abrió una puerta que habia á la derecha, al través de la cual se escuchaban risas y murmullos.

— Sigúeme, dijo Ronconi.

La habitacion en que penetramos era pequeña y cuadrada; estaba estucada de bl&nco y oro; tenía parquet en vez de alfombra, y adornábanla sillones y cortinas de seda roja y negra. En frente de la puerta había un gran piano vertical, cuyas luces estaban encendidas.

Hallábanse reunidas en aquel aposento hasta unas veinte personas de