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DE MADRID A NAPOLES

muy distinguido porte y elegantemente vestidas. Entre ellas habia seis ó siete damas.

Cerca del piano se encontraba un viejo alto, grueso, fuerte; con gran peluca rubia y unas ligeras patillas blancas; sin un hueso en la boca; de grandes y nobles facciones, y ojos muy vivos y penetrantes. Vestia un rendingot castaño, de alto cuello; ancho corbatin de forma antigua, y holgado pantalon oscuro. Llevaba en el ojal el botón de la Legion de Honor. Tenia en la mano una caja de rapé, y su voz era destemplada , dominante y agresiva. Hablaba en italiano.

No bien divisó á Ronconi, dejó la conversacion que tenia con una dama, y vino hacia él con los brazos abiertos.

—¡Gran canalla! ¡Jorge mió! esclamó abrazándolo.

—¡Viejo lobo! ¡Joaquin mió! respondió Ronconi.

Y se besaron.

Yo habia reconocido ya á aquel viejo, cuyos retratos inundan todos los aparadores de París.

Era Rossini.

¡Era el autor del Barbero de Sevilla, de Moisés, de Semiramis, de Guillermo Tell, del Slabat Mater, de la Ceneréntola, de Otelo, de tantas obras inmortales! Era el que despertó en el alma de nuestros padres aquel amor de que nosotros somos hijos; el cantor de sus pasiones, el intérprete de sus sentimientos; el que, durante miles de noches, recibió adoracion entusiasta en teatros que brotaban á su voz como las ciudades de Grecia á la voz de Orfeo; era el sol de aquellos dias melancólicamente recordados por las decrépitas beatas de hoy, el héroe de innumerables campañas artísticas y galantes, el que compartió con Byron, Napoleon y Goethe los aplausos del siglo xix, cuando el siglo xix estaba en la adolescencia y acariciaba sus sueños de amor, de gloria y de poesía; era el Dios músico de la aurora del romanticismo, de aquel romanticismo cuyo lúgubre anochecer nos ha tocado presenciar á nosotros; el creador de los patéticos cantos que arrullaron nuestra cuna; el nombre mágico que aprendimos á venerar en nuestra niñez; el maestro de Donizetti y de Bellini, númenes de nuestros amores; era, finalmente, el que se ha sobrevivido á sí mismo; el que ha querido ser la posteridad de su propio genio, ¡el que hoy goza de su fama postuma bajo el nombre del Cisne de Pessaro... ; era Rossini, y esto lo dice todo!

Considerad, pues, cuáles serian mí sorpresa, mi turbacion y mí asombro al verme á dos pasos de él.

Entre tanto, Ronconi le había dicho mi nombre, mi patria, y otras cosas que no oí.

El maestro me tendió su mano, que yo estreché con efusión.

Sí con anticipacion se me hubiese anunciado que la mano de Rossini llegaría á tocar la mía, yo hubiera creído que mi primer movimiento habria sido besar la suya... Pero los hechos en realidad nunca son tan solemnes como los concibe la imaginación. No se la besé, pues.