— Y á mí también —suspiraba Plese—. ¡Ya lo creo que me gusta! ¡Más que Nuestra Señora de la Belleza, ó sea la Venus de Milo!
El único que no parecía tener grandes simpatías por ella era Carlos.
Una noche Margarita llegó más tarde que de costumbre, vestida con un trajecillo de seda clara, tan ligero y ajustado, que atraía voluptuosamente las miradas, revelando formas perfectas y sugiriendo la visión de la carne desnuda. En el índice de su mano izquierda resplandecía una corona de duquesa incrustada de diamantes muy pequeños y diminutos rubíes. Mientras los artistas la decían bromas á propósito de su «impudor en el trajear», el banquero de Flora de Lys aproximóse á ella, y después de examinar la sortija con una minuciosidad que hacía ver su instinto judío, preguntóla de dónde la había sacado.
— ¡La gané! —repuso ella orgullosamente.