deroso. Entonces se podía llamar al muchacho por su nombre entero: Semeño Erofeevich.
—Volverás, pues, ¿verdad?—preguntó por cuarta vez Senista.
Esta pregunta disipó el misterio majestuoso y terrible que, durante un momento, había cernido sobre el muchacho, a los ojos de Sazonka, sus alas protectoras. Senista volvió a ser el chiquillo doliente, y la piedad llenó de nuevo el corazón de Sazonka.
Ya fuera del hospital, le parecía seguir aspirando el olor a medicinas y seguir oyendo la voz implorante de Senista.
—¡Que vuelvas!
Y, aunque nadie podía oírle, Sazonka decía con acento de convicción:
—¡Claro que volveré! ¿Acaso no tengo corazón?
II
Las Pascuas se acercaban, y los sastres estaban tan atareados que Sazonka no pudo emborracharse más que una sola vez, el domingo, y muy ligeramente. Días enteros, largos y luminosos, desde el amanecer hasta que anochecía, y con frecuencia hasta media noche, permanecía trabajando junto a la ventana, con las piernas cruzadas a la turca, frunciendo las cejas y silbando malhumorado.
Por la mañana no daba el sol en la habitación