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—¡No debe usted reírse!

Cuando se calló comencé a hablarle de mi amor, en voz baja. En mi vida he hablado tan bien; pues tampoco he sentido en mi vida un amor tan apasionado. Hablé del martirio de la larga espera, de las lágrimas emponzoñadas, de los celos locos, de la angustia de mi corazón, todo amor, y vi sus párpados bajarse y proyectar su sombra en sus mejillas pálidas. Vi, un instante después, el fuego que ardía en su corazón teñir de púrpura, con sus reflejos, la blancura mate de su rostro. Su flexible cuerpo se indinó hacia mí en un impulso irrefrenable.

Su atavío era el de la diosa de la noche. Los encajes negros que la envolvían como tinieblas, las piedras preciosas que rutilaban como estrellas, ponían en su belleza el suave encanto y el misterio de un sueño olvidado de la infancia.

Yo hablaba sin tregua, y las lágrimas de emoción arrasaban mis ojos, y mi corazón palpitaba de felicidad. Y vi, al fin, una dulce sonrisa, levísima, florecer en sus labios. Alzáronse un poco sus párpados.

Lenta, tímidamente, llena de ternura, se volvió hacia mí y...

¡No he oído nunca una risa semejante!

—¡No, no puedo más!—gritó, casi gimió, riendo más alto a cada instante.

¡Oh, si me hubieran dado, nada más que por un momento, una fisonomía humana!

Me mordí con furia los labios, ardorosas lá-