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—Entraré en la escuela profesional—dijo Sachka, con tono dócil y modesto.

La linda señora se alegró grandemente.

—Mucho me temo que no haya ya plaza disponible en la escuela—observó secamente el señor calvo, evitando mirar a Sachka—. Veremos.

Los niños no podían estarse quietos y alborotaban, esperando con impaciencia ver por fin el árbol de Navidad. La experiencia del fusil, efectuada por Sachka, cuyo tamaño y cuya fama de mal educado les inspiraba un gran respeto, había encontrado entre los rapaces numerosos imitadores, y muchas naricitas, a causa de los taponazos, habían enrojecido ya.

Las niñas se desternillaban de risa cuando sus caballeros, sobreponiéndose al miedo y al dolor, aunque no pudiendo evitar ridículos guiños, recibían los taponazos.

No tardó la puerta en abrirse, y alguien dijo:

—Vamos, niños. ¡Pero despacio, despacio!

Conteniendo el aliento, y muy abiertos de antemano los ojos, los niños entraban juiciosos, de dos en dos, en el salón resplandeciente, y daban con lentitud la vuelta en torno al árbol de Navidad, lleno de luces, que lanzaba un resplandor intenso sobre sus rostros. Después de unos instantes de un silencio encantado, el salón se llenó de gritos alegres. Una de las niñas, no pudiendo dominar su entusiasmo, empezó a saltar jubilosa. Su trencita adornada con una, cinta azul le azotaba los hombros.