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forzosamente en la memoria, hería la imaginación y se revestía de un carácter universal e inmortal. Muchos que no se acordaban sino vagamente del rostro de su abuelo, y no tenían la menor idea del de sus bisabuelos, conocían muy bien los de los soberanos que habían reinado hacía ciento, dos cientos y mil años, lo que ponía en los rostros más ordinarios de los seres privilegiados que mandaban en millones de hombres un no sé qué de misterio, de enigma, que les hacía semejantes, en cierta manera, a la faz de los muertos, a través de cuyos rasgos se ve la muerte impenetrable y todopoderosa.

Así, por encima de la vida alzábase el rey. Los hombres morían, pueblos enteros desaparecían de la tierra, y el rey cambiaba sólo de nombre, como la serpiente cambia de piel; después del Undécimo venía el Duodécimo; después, el Décimoquinto; después, de nuevo, el Primero, el Segundo, el Sexto; y en esas cifras frías sonaba la fatalidad, como en los movimientos del péndulo que marcaba el paso del tiempo:

—Así fué, así será.

II

Ocurrió que en el vasto reino cuyo soberano era el Vigésimo estalló una revolución, un levantamiento de la muchedumbre, no menos misterioso que el poder de un solo hombre. Sucedió algo ex-