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El rey tenía que hablar. El pueblo quería oír su voz. Al saludar, los labios mudos, alumbrado el rostro por las antorchas, parecía un diablo es capado de los infiernos, y producía en quienes le miraban una impresión muy poco grata.

—¡Habla, Vigésimo, habla!

El rey hizo un ademán raro, invitando al silencio; un ademán imperioso, antiguo como su poder. Y con voz débil, desconocida por la multitud, pronunció unas palabras viejas, extrañas.

—¡Estoy muy contento de ver a mi buen pueblo!

¿Y nada más? ¿Acaso eso no basta? ¡Está contento! ¡El Vigésimo está muy contento de ver a su buen pueblo! No te enojes, Vigésimo. Te amamos; amamos también. Si no nos amas, vendremos de nuevo a tu despacho, a tu comedor, a tu dormitorio, y te obligaremos a amarnos.

—¡Viva el Vigésimo! ¡Viva el rey! ¡Vaya nuestro amo!

—¡Esclavos!

¿Quién pronunció esa palabra?... Las antorchas se apagaron. El rey y la reina se fueron. Las pálidas luces dejaron de fulgurar tras los cristales. Los revoltosos se atropellaban, se buscaban, se llamaban unos a otros. Las nubes se deslizaban por el cielo.

¿Era, en efecto, aquél rey? ¿Acaso no sería sino una visión? Había que palpar sus vestidos, su rostro, hasta que gritase de espanto y de dolor.

La turba dispersóse en silencio. Gritos aislados se perdieron en el ruido de los pasos. La noche