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Hasta muy entrada la noche, nadie se acordó del Vigésimo. Un grupo de ciudadanos, que no había querido acabar tan temprano la feliz jornada y había decidido seguir en la calle hasta el amanecer, recordó de pronto al Vigésimo y se encaminó a la torre.

El negro edificio se destacaba apenas sobre el fondo obscuro del cielo; en el preciso instante en que los ciudadanos se aproximaban, devoraba una estrella. La estrella, diminuta y clara, se acercó más de lo debido a la maldita torre, brilló por vez postrera y desapareció en el espacio negro. En dos ventanitas del piso inferior se veía luz; los guardianes velaban.

Dieron las dos en el reloj.

—¿Lo sabe, o no lo sabe?—dijo uno de los ciudadanos, tratando de hundir la mirada en la masa negra y de penetrar sus misterios.

Una silueta sombría se destacó del muro, y se oyó una voz soñolienta:

—Duerme, ciudadanos.

—¿Quién sois, ciudadano? Me habéis asustado; andáis sin ruido, como un gato.

Otras siluetas negras se acercaron al grupo, surgiendo de distintos sitios, y se detuvieron silenciosas.

—¿Por qué no contestáis? Si sois un espectro, largaos: la asamblea nacional ha suprimido los espectros.

El desconocido respondió con la misma voz soñolienta: