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a esta pregunta: ¿con qué derecho ejercía el poder, con qué derecho mandaba en millones de hombres, practicaba impunemente el mal y la violencia, privaba de la libertad y sembraba la muerte?

El Vigésimo estaba condenado de antemano por la conciencia de todo el pueblo. No podía esperar misericordia; pero era preciso que, antes de ser ejecutado, abriese su alma misteriosa, diese a conocer a la gente no sus actos—harto conocidos—, sino los pensamientos y los sentimientos de los reyes. El dragón legendario que devoraba a las muchachas y sujetaba con cadenas de terror a todo el país era, a la sazón, conducido, encadenado él a su vez, a la plaza central, y pronto el pueblo vería su cuerpo abominable, su lengua rapaz, sus fauces crueles y llameantes.

Se temía no se sabía qué. Durante toda la noche, las tropas habían circulado por las calles, invadiendo las plazas, guarneciendo todo el trayecto que había de recorrer el rey con una valla impenetrable de bayonetas y un muro de rostros sombríos, solemnemente severos. Por encima de las siluetas negras de las casas y de los templos, que tomaban en las tinieblas de la noche muriente formas vagas, indecisas, iba iluminándose el cielo amarillento, cubierto de nubes, el cielo frío de las ciudades, viejo como los edificios ennegrecidos por el humo y por la humedad, parecido a un aguafuerte en el salón sombrío de un antiguo castillo.