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Hacia las diez de la noche, cuando Chariguin se disponía ya a meterse en la cama que le acababan de llevar, oyó de pronto el ruido de la llave. Avramov, Martov y dos amigos más entraron de puntillas, enseñándole desde lejos un pan, un largo salchichón y—horríbile dictu—una botella de "vodka".

No se separaron hasta muy tarde. El que más se alegró de aquel banquete improvisado fué el portero Semeño. Le gustaba el "vodka" y se bebió casi toda la botella. Además, Martov imitó al inspector con un arte incomparable, y Semeño se rió muchísimo. Decididamente no era justo creer tan bestia a aquel buen Semeño. En los diez años que llevaba sirviendo en el colegio había aprendido un sinnúmero de expresiones literarias y hasta sabias, que le permitían hacer comprender a la gente que no era un cualquiera. Durante la velada, los colegiales, con frecuencia, pronunciaron palabras como "progreso", "ideales", "humanidad", que Semeño oía emocionado como si fueran conmovedoras plegarias. Hablaban con entusiasmo de la capital, adonde partirían cuando acabasen sus estudios en el colegio, y en cuya Universidad ingresarían; y Semeño, soñador, pensaba en aquella lejana, misteriosa, Universidad, donde, al decir de los colegiales, oíanse tan bellas cosas, palabras tan nobles y tan altas.

Cuando hubo cerrado la puerta tras los visitantes, que se fueron muy tarde, Semeño volvió, por el corredor obscuro, a su cuartito. La luz va-