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COMO GUSTÉIS.

Le Bean.—Ahí viene un anciano con sus tres hijos.

Celia.—Yo podría referir un cuento añejo que principia de ese modo.

Le Bean.—Tres jóvenes apuestos, de excelente vigor y presencia.

Rosalinda.—Con carteles en el pescuezo: «Sepan cuantos las presentes vieren.»

Le Bean.—El hermano mayor luchó con Carlos, el luchador del duque, y en un momento fué aquel derribado y sacó tres costillas rotas, con lo cual pocas esperanzas le quedan de vida. Y otro tanto hizo con el segundo y con el tercero. Allí yacen, y el pobre anciano su padre se lamenta de tan lastimosa manera, que cuantos le ven simpatizan sollozando con él.

Rosalinda.—¡Ay, desdichado!

Piedra.—Pero, señor, ¿cuál es la diversión que han perdido las señoras?

Le Bean.—Pues es claro; la que acabo de decir.

Piedra.—De este modo los hombres podrán crecer en sensatez de día en día. Es la primera vez que oigo decir que romper costillas es una diversión propia de señoras.

Celia.—Como que sí; te lo aseguro.

Rosalinda.—¿Pero hay alguien más que tenga comezón porque le apliquen ese solfeo en los costados? ¿Hay algún otro tan apasionado al rompe-costillas? ¿Veremos esta lucha, prima?

Le Bean.—Tendréis que verla si os quedáis; porque, he ahí el sitio destinado para la lucha, y ya están prontos los que deben tomar parte en ella.

Celia.—Allí vienen, por cierto. Quedémosnos y veámosla. (Preludio. Entran el duque Federico, Lores, Orlando, Carlos y séquito.)

Duque.—Venid. Pues el mancebo no da oído á súplicas, que su audacia responda de su peligro.

Rosalinda.—¿Es aquél el antagonista?