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COMO GUSTÉIS.

Orlando.—¿No puedo daros las gracias? Me habéis abrumado en lo que hay de mejor en mí, y sólo quedo en vuestra presencia como un poste, como un mármol inerte.

Rosalinda.—Nos llama. Mi orgullo ha desaparecido junto con mi prosperidad. Le preguntaré lo que desea. ¿Nos llamasteis, caballero? Habéis luchado bien, y vencido aún más que á vuestros adversarios.

Celia.—¿Nos vamos, prima?

Rosalinda.—Soy con vos. Quedad con Dios.

(Salen Rosalinda y Celia).

Orlando.—¿Qué pasión me ata la lengua? Ha querido que le hable y no he podido hablar.—(Vuelve á entrar Le Beau).—¡Oh pobre Orlando! Estás derribado. No Carlos, algo más débil te domina.

Le Bean.—Amistosamente os aconsejo, buen señor, que abandonéis este lugar. Aunque habéis merecido altos elogios, aplausos y afecto, la índole del duque es tal que da mal sentido á cuanto habéis hecho. El duque es caprichoso; y lo que es él en toda verdad sería mejor que lo presumiéseis vos que el que yo os lo dijera.

Orlando.—Os doy las gracias, señor. Dignaos decirme ¿cuál de las dos damas que presenciaron la lucha es la hija del duque?

Le Bean.—Ninguna, á juzgar por los modales; pero en realidad es su hija la menor en estatura. La otra es hija del duque desterrado, y la detiene aquí su tío el usurpador para que acompañe á su hija; y las liga un afecto más estrecho que el natural vínculo de las hermanas. Pero puedo aseguraros que de poco tiempo acá el duque ve con desagrado á su gentil sobrina, sin más motivo que el de alabar el pueblo las virtudes de ésta y compadecerla por amor á su buen padre. Y á fe mía, la mala voluntad del duque hacia ella estallará de repente. Quedad con Dios, señor. Desearía conoceros