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COMO GUSTÉIS.

Rosalinda.—Hacía ya una eternidad que me había pasado el asombro cuando vinisteis; porque, ved lo que encontré en el tronco de una palmera. Jamás había sido yo tan asendereada en versos, desde los días de Pitágoras, en que fuí una rata irlandesa, cosa que ya casi se me había escapado de la memoria.

Celia.—¿Adivinas quién lo ha hecho?

Rosalinda.—¿Un hombre?

Celia.—Y que lleva en el cuello una cadena que fué tuya. ¡Cómo! ¿Cambiáis de color?

Rosalinda.—¿Quién? Te lo suplico.

Celia.—¡Válgame Dios! No es cosa tan fácil que dos amigos se encuentren; pero hasta las montañas si las traslada un terremoto, se encuentran.

Rosalinda.—Pero ¿él? ¿Quién es él?

Celia.—¿Es posible?

Rosalinda.—Te vuelvo á rogar y más encarecidamente aún, que me digas quién es.

Celia.—¡Asombroso, asombroso! Asombro de los asombros! ¡Y otra vez aún, prodigioso sobre toda ponderación!

Rosalinda.—¡Por mi estampa! ¿Te imaginas que porque llevo un traje de hombre, tengo el alma vestida de pantalón y chaqueta? Un minuto más de demora, es todo un viaje al rededor del mundo. Ruégote decir ¿quién es? Pronto y habla aprisa. Desearía que tartamudeases, á ver si así echabas por la boca á este misterioso hombre, como el vino por el angosto cuello de la botella. Ó demasiado, ó nada. Te suplico que quites el corcho á tu boca para beber yo las nuevas.

Celia.—Así podrías engullirte un hombre.

Rosalinda.—¿Es hechura de Dios? ¿Qué especie de hombre? ¿Vale la pena su cabeza de que lleve sombrero? ¿Tiene cara como para barbas?

Celia.—De barbas, pocas tiene.

Rosalinda.—Pues Dios le enviará más, si él es