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JULIO CÉSAR

Bruto.—Y el segundo bullicio ¿de qué provino?

Casca.—De lo mismo.

Bruto.—Tres veces aclamaron. ¿Por qué la última vez?

Casca.—Pues, por lo mismo.

Bruto.—¿Tres veces le fué ofrecida la corona?

Casca.—Tres veces, á fe mía, y tres veces la apartó—cada vez más suavemente que la anterior—y en cada vez mis honrados vecinos vociferaron.

Casio.—¿Quién le ofreció la corona?

Casca.—Antonio, por cierto.

Bruto.—Deciduos de qué manera, amable Casca.

Casca.—Que me ahorquen si puedo decir el cómo se hizo. No fué mas que una tontería y apenas me fijé en ello. Ví á Marco Antonio ofrecerle una corona—no, no era tampoco una corona; era una especie de coronilla—y, como os he dicho, la apartó una vez; pero á pesar de todo, tengo para mis adentros que más le habría gustado tenerla. Se la ofreció luégo por segunda vez, y volvió á apartarla; mas, á lo que barrunto, se le hizo muy pesado retirar de ella los dedos. Y en seguida se la ofreció por tercera vez, y por tercera vez la puso aparte. Al verle rehusar todavía, la turba vitoreó y batió palmas y arrojó por alto sus mugrientos gorros, y exhaló tal volumen de pestífero aliento porque César había rehusado la corona, que casi asfixió á César: pues se desmayó y cayó en el acto. Por mi parte no me atreví á reirme, de miedo de aspirar aquel aire al abrir los labios.

Bruto.—Hablad con calma, os lo ruego. ¡Qué! ¿Se desmayó César?

Casca.—Cayó en la plaza del mercado, arrojando espuma por la boca, y perdió el habla.

Bruto.—Es muy verosímil. Padece de vértigos.

Casio.—No. César no padece de vértigos. Somos vos y yo, y el honrado Casca quienes sufrimos vértigos.