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COMO GUSTÉIS.

Silvio.—De seguro es de ella.

Rosalinda.—Cómo! Este es un estilo fanfarrón y cruel, estilo de perdonavidas. ¿Pues no me desafía, como un moro á un cristiano? El benigno cerebro de la mujer no podría destilar una invención tan enormemente grosera, ni tales palabras etiopes, más negras en su alcance que en su apariencia. ¿Queréis oir la carta?

Silvio.—Si lo tenéis á bien; pues nunca la he oído, aunque sí he oído mucho de la crueldad de Febe.

Rosalinda.—Hace de las suyas conmigo. Fijaos en el modo como escribe la tirana.

(Leyendo.) «¿Eres algún dios convertido en pastor, que así has abrasado el corazón de una doncella?»

¿Puede una mujer regañar así?

Silvio.—¿Llamáis á eso regañar?

Rosalinda.—«¿Por qué, olvidando lo que tienes de divino, te ensañas contra el corazón de una mujer?»

¿Habéis oído nunca semejante regaño?

«Muchas veces la mirada suplicante del hombre me habló de un amor que no podía conmoverme.»

Lo cual quiere decir que soy una bestia.

«Si el desdén de tus ojos basta para encender tanto amor en los míos, ¡ay! ¿qué no me harían sentir si me miraran cariñosos? Os amé mientras me ofendíais. ¿Á que no me moverían, pues, vuestros ruegos? El mensajero de esta queja amorosa, no sospecha que tal amor existe en mí. Confíale tu respuesta en pliego sellado, y dime en ella si tu juventud y tu condición aceptarán la leal oferta de mi persona y de cuanto soy y valgo; ó desecha mi amor y buscaré el modo de morir.»

Silvio.—¿Y esto también es regaño?

Celia.—¡Ay, pobre pastor!

Rosalinda.—¿Le compadecéis? No, no merece compasión. ¿Amarás á semejante mujer? ¡Qué! Servirse de ti como de un instrumento para burlarte mejor!