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JULIO CÉSAR

Casca.—No sé lo que queréis decir en ello; pero estoy seguro de que César cayó. Y si no es verdad que el populacho palmoteó y lo silbó, según que él le agradaba ó le desagradaba, como suele hacerlo con los actores en el teatro, decid que no soy hombre de bien.

Bruto.—¿Qué dijo cuando volvió en sí?

Casca.—Antes de caer, cuando vió aquel rebaño de populacho alegrarse de que rehusaba la corona, me pidió abrir su gola, y les ofreció el cuello para que lo cortasen. Y á fe mía si yo hubiera sido uno de ellos, le habría tomado la palabra, aunque hubiese tenido que ir al infierno entre los bribones; y así cayó. Cuando volvió en sí dijo que si había hecho ó dicho cosa fuera de camino, deseaba que sus señorías lo atribuyesen á su enfermedad. Tres o cuatro perdidos, exclamaron: «¡Ay! ¡qué alma tan buena!» y lo perdonaron de todo corazón; pero de estos no se puede hacer caso. No habrían dicho menos si César hubiese acuchillado á sus madres.

Bruto.—Y después de esto se alejó así, lleno de tristeza?

Casca.—Sí.

Casio.—¿Dijo algo Cicerón?

Casca.—Sí. Habló en griego.

Casio.—¿Con qué objeto?

Casca.—Pues si yo os lo dijera, nunca volvería á veros la cara. Pero los que le entendían se sonreían uno al otro y meneaban la cabeza. En cuanto á mí... aquello estaba en griego. También puedo daros más nuevas. Marulo y Flavio han sido reducidos á silencio por haber arrancado adornos de las imágenes de César. Adios. Más tonterías hubo, pero no podría acordarme de todas.

Casio.—¿Queréis cenar conmigo esta noche, Casca?

Casca.—No. Ya he dado palabra á otro.

Casio.—¿Queréis comer conmigo mañana?