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JULIO CÉSAR

Casca.—Sí, si estoy vivo, si no cambiáis de idea, y si la comida vale la pena.

Casio.—Bueno. Os aguardaré.

Casca.—Enhorabuena. Adios, amigos, uno y otro. (Sale.)

Bruto.—¡Qué impetuoso carácter ha llegado á ser! Ya era harto impulsivo cuando entró á la escuela.

Casio.—Y lo mismo es ahora para ejecutar cualquiera audaz ó noble empresa, aun cuando reviste esa forma embarazosa. Su rudeza sirve para sazonar su buen sentido, y hace que las gentes saboreen más sus palabras y las digieran mejor.

Bruto.—Así es en verdad. Por ahora os dejo. Si os place hablar conmigo mañana, iré á vuestra casa. Si preferís venir á la mía, os aguardaré.

Casio.—Haré esto último. Y hasta entonces, reflexionad sobre el mundo. (Sale Bruto.)

Bien, Bruto, eres noble, y, sin embargo, veo que, dispuesto como está tu noble metal, se le puede elaborar. Y por esto conviene que las almas nobles estén siempre asociadas á sus semejantes; porque ¿quién hay tan firme que no pueda ser seducido? César apenas me tolera, pero ama á Bruto. Si yo fuese ahora Bruto y Bruto fuese Casio, César no me soportaría. Por diferentes manos haré arrojar esta noche por sus ventanas, escritos, como provenientes de varios ciudadanos, mostrando la alta opinión que Roma tiene de su nombre; y en ellos se insinuará con disimulo la ambición de César. Después de esto, ya puede César ver de asentarse firmemente, porque le derribaremos, ó habremos de sufrir días peores. (Sale.)