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COMEDIA DE EQUIVOCACIONES.

vuestra esposa. Es una mentira santa el faltar un poco á la sinceridad, cuando la dulce voz de la lisonja subyuga á la discordia.

Antífolo de Siracusa.—Amada señora (pues no conozco vuestro nombre ni sé por qué prodigio habéis podido acertar con el mío), vuestra inteligencia y vuestra gracia hacen de vos nada menos que una maravilla del mundo. Sois una criatura divina; enseñadme lo que debo pensar, lo que debo decir. Manifestad á mi inteligencia grosera, terrena, ahogada por los errores, débil, ligera y superficial, el sentido del enigma oculto en el disfraz de vuestras palabras. ¿Por qué trabajáis contra la sencilla rectitud de mi alma para hacerla vagar por un campo desconocido? ¿Sois un dios? ¿Querríais crearme de nuevo? Transformadme, pues, y cederé á vuestro poder. Pero si soy yo mismo, sé bien entonces que vuestra llorosa hermana no es mi esposa ni debo homenaje alguno á su lecho. Mucho más, mucho más arrastrado me siento hacia vos. ¡Ah! No me atraigas con tus cantos, dulce sirena, para ahogarme en la corriente de las lágrimas de tu hermana. Canta, sirena, para ti misma y te adoraré; extiende sobre la onda plateada tus dorados cabellos y serás el lecho donde me recline. Si tal gloria fuese posible, ¡dichoso aquel que muriera teniendo semejante modo de morir! Que el amor, este sér ligero, se ahogue, si se hunde bajo las aguas.

Luciana.—¡Qué! ¿Estáis loco para discurrir de esta manera?

Antífolo.—No, no estoy loco; estoy subyugado, no sé cómo.

Luciana.—Es una ilusión de vuestros ojos.

Antífolo.—Por haber visto de cerca vuestros rayos, brillante sol.

Luciana.—No veáis sino lo que debéis ver, y vuestra vista se despejará.